Hace apenas una semana lo vi por primera vez. Vi a Avijit. El contexto es sencillo. Llevábamos tiempo sin ver un documental y contaminándonos con series y películas. Con ficción en general. Verdaderamente me apasiona descubrir historias, incluso aún cuando no son reales. Pero siento que te acaban destrozando y uno se convierte en un conjunto de referencias y citas a momentos que no han existido. Pues eso. Aquella noche Diana, mi mujer, tuvo a bien insistir en ver un documental. Yo sentía la habitual apatía que me caracteriza cuando bajo del tren que me lleva a mi casa cada noche.
Quizás la apatía sea, a veces, el terreno óptimo para dar lugar a experiencias que generarán un cambio en nuestra manera relación con la realidad. Sólo sé que aquella noche nos sentamos a cenar con el documental Born into the brothels. Y ha venido a ser una experiencia de cambio. Un choque para lo que defino como "mi realidad". Ahí es donde vi a Avijit. Un niño que juega con una cámara de fotos en el marco de un destino fatalista y condenado. Pero esto no es una crítica sobre el documental. Por ahora, he dejado de escribir cosas que crea que pueden tener un cierto sentido literario y colectivo. Puede que explique los motivos en otra ocasión, cuando yo mismo me aclare también al respecto. Así que ahora me dedico a explicar como me siento, la futilidad de mis emociones. Todo lo que me impacta y sorprende.
Y ahí aparece Avijit. Un niño de unos ocho años, qué sé yo, que habla sobre la falta de esperanza en el entorno en el que se encuentra. El primer pensamiento que recibo es el de la madurez. Después, Diana me hace recordar que ningún niño debería ser lo suficiente maduro a esa edad como para hablar de esperanza. Es obvio que hay una carencia importante en la infancia de Avijit. Y no me refiero simplemente a los recursos. Desde entonces no he dejado de preguntarme qué es lo que lleva a un niño de ocho años a hablar de esperanza y a reconocer su falta en el entorno en el que se está criando.
Sé que mi falta de respuestas a esta pregunta es sintomática. Mi infancia ha sido feliz y despreocupada y no puedo llegar a comprender íntegramente la vivencia de Avijit. ¿Pero no debería bastar con el deseo y la voluntad de empatizar? Me he dado cuenta de que la única forma de establecer un vínculo directo con el dolor ajeno es experimentándolo al mismo nivel que lo ha hecho la otra persona. Lo cual es imposible, porque nunca conoceremos a todos los seres vivos de este planeta ni sus situaciones. Pero el mundo es una persona, y una persona es el mundo.
Y mientras escribo esto y vuelvo a pensar en Avijit me doy cuenta de que no tiene sentido lo que estoy planteando porque si todos tuviéramos que cargar con el sufrimiento de todos el mundo sería simplemente un lugar de sufrimiento. Entonces me acuerdo de otra niña que aparece en el documental, Suchitra. Hay un instante de la secuencia en el que Suchitra habla de lo dolorsa que es la vida y lo cargada de sufrimiento que está. Si las palabras de Avijit mantienen mi pensamiento hipotecado por ahora, sé que mi deuda con lo que dice Suchitra persistirá para siempre. ¿Cómo podré yo llegar a comprender a esa niña que friega cazos en una casa del barrio rojo de Calcuta y que, de repente, ante una cámara, afirma que la vida es dolor y sufrimiento?
No creo que sea algo repentino, fugaz. Tampoco es una cuestión de madurez o precocidad. Sencillamente, Suchitra está siendo el vehículo que transmite esa verdad de tal magnitud. Que, ciertamente, la vida es dolor y sufrimiento. No dificultad y lucha. Dolor y sufrimiento. Y de una magnitud y complejidad inmensas. Porque todo esto, esta vida, no trata de nada más que de Avijit y de Suchitra.