No tenía pensado recibir visitas hoy. Supongo que no se puede detener una inundación. Que simplemente llega y te ocupa. Transforma todo tu ser. Tu ojo mira de diferente manera y en la cabeza sientes el aroma a esa infusión que tanto te gusta. Incluso cuando ignoras el tiempo de la etiqueta de la bolsa y el agua se amarga un poco. Solamente un poco. No más. Y, aún así, ese regusto amargo, ese desenlace final que te recuerda que el momento se acabó y ya no dura, suena diferente si escuchas, también, una vez inundado.
Hoy no esperaba emocionarme con tu canción. ¿Acaso importa cuál? Simplemente has vuelto a generar música de unos pensamientos maltrechos, de una piel de cenizas que a tu sonido no se puede interrumpir. Entonces caía el sol, pero yo he visto el día más colorido. Y ya no he bajado a la calle para tumbarme junto a las hojas que se caen, porque sentía suficiente fuerza como para quedarme sujeto al árbol. En la rama de la vid que verterá su añejo en verano. O en invierno, eso no importa.
Esta tarde no habían cerezas para mi taza de té. No me importan los sabores y el dulce me empalaga. Después odio esa sensación y me arrepiento. No eres azúcar ni eres sal. Tan sólo me vuelves a envolver entre vapores de niebla, escondido en el hueco de la roca. Tampoco lo esperaba, pero tú no miras mis relojes. Las agujas que me alejan del recuerdo y trocean mi pretensión. No importa cuál porque ahora eso también está inundado de ti.
Siento que me castiga el no haber previsto que esto pasase. El no haberte esperado. ¿Me atormentará la ausencia que ha sido inundada? Y no tengo ningún derecho a hablar de ausencia, cuando he sido yo el que ha bajado a la calle para estirarse junto a las hojas sin preocuparse de que el viento lo arrastrase. Pero, incluso en el viento, podía escuchar el eco de tu cascada cayendo sobre mí. Erosionando la roca. Haciendo trizas las compuertas en las que había enterrado el entendimiento por miedo. Por ser irracional.