Sucede que en un momento preciso y concreto, como en una chispa de instante, nos encontramos ante la otra realidad. Aún no sé si llamarlo otra realidad o la realidad de la otra (persona, por supuesto). En cualquier caso, me refiero a la idea del hallazgo de otra existencia ajena a la propia y la realidad que ésta conlleva consigo misma. Porque, ¿qué es la realidad? ¿Mi vivencia? No sé si aquí puedo hablar de comprensión, pero cada día se hace más evidente en mi concepción del universo lo pequeño y diminuto que llego a ser. Quizás por eso, sienta la necesidad de generar recuerdos en la personas a quienes conozco. Para garantizar que, al menos algo, perdure.
Entonces aquello que considero la realidad no es nada más que todo el conjunto de mis pensamientos y de mis vivencias, mezcladas entre sí y alteradas sin ningún orden. Las mías, las de un minúsculo creador de recuerdos. ¿Cómo puedo pues, fiarme si quiera de mí mismo? La autocrítica es uno de los mayores regalos que nos podemos hacer, por tal de mantener controladas la infinidad de aspiraciones de esa visión tan particular acerca de la realidad.
Sucede, como decía, que en un preciso momento nos encontramos con la otra (realidad y, por tanto, persona, o viceversa). Y siempre surge, en medio de lo considerado como propia realidad, un cierta idea de invasión, de contraposición. Un eclipse de luces invisible. El paredón. Ese momento, ese espacio, ese instante en el que la realidades encontradas se convierten en alter ego enemistados, incomprensibles, juzgados.
He comenzado a creer que utilizamos las ideas, las creencias, las maneras de las otras (personas, por supuesto) como un simple pretexto para justificar un rechazo generalizado, o bien la supremacía de lo propio. Sólo las descerebradas (personas, por supuesto) añaden la raza, el origen o la lengua a ese pretexto. Pero de una manera más o menos refinada, el paredón recibe su alimento y todos nosotros aseguramos este magma de valores y de acciones-reacciones que hemos construido y establecido.
Esta semana estaba grabando en el juzgado. Pasan dos (personas, por supuesto). Me piden que les pregunte algo. Me niego y comienzo a sentirme incómodo. Deciden marcharse. Pero no se han ido en mí. Estaré los próximos minutos alimentando mi realidad, alimentando mi paredón. El lugar al que yo envío a quien yo quiero y cuando quiero. Voy conduciendo. Me distraigo y ocupo un momento el carril de la izquierda. Más atrás viene un coche de alta gama, nuevo. Me pita durante varios segundos. Vuelvo a sentirme incómodo. ¿Debería preparar el paredón para mí mismo? Una víctima propicia a la otra. He cometido un error, pero él ha exagerado. ¿Por qué hay que llegar a una resolución concreta? ¿Por qué necesita la realidad propia obtener una conclusión? Odio el peso de esa necesidad y lo interiorizado que está. Ahora no sé si era esto lo que quería decir. Ni por qué lo quería decir. Al fin y al cabo, estoy reclamando, me estoy apropiando de un espacio público con esa necesidad de generar recuerdos. Mientras tanto, he ido limpiando el paredón para cuando crea que vuelve a ser necesario. Todo lo justificamos bajo la tiranía de la necesidad.
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