En la calle, carteles electorales enganchados unos sobre otros. No se ocultan lemas y rostros, sino identidades. No es poesía visual del espacio urbano, ni la simple idea de que "la política es así". Es un reflejo de una sociedad que entiende la victoria como algo que oculta, pisotea y hace desaparecer lo otro, lo que pierde, lo derrotado. La democracia de la competencia, y no de las ideas, sino de los alter egos.
¡Es tan difícil crecer comprendiendo las implicaciones de ser el último en este contexto! Precisamente por eso, porque cuando se es el último no se es nada. Se ha desaparecido. En la calle un joven arrastra un carro de supermercado y a mí la visión me resulta como la de un fantasma, porque parece invisible a todo lo que le rodea. Me pregunto si alguien se detiene a pensar en que está metiendo la cabeza en un contenedor y en porqué lo hace. Cuando acaba de buscar lo que sea que busque, vuelve a pasar entre los cuerpos que caminan rápido a su alrededor, o que pasan de largo hablando por teléfono.
Qué extraña es la sensación de la soledad en un mundo más poblado que nunca antes. Cuánto pesa ese silencio en medio de la rutina de la ciudad, de su ir y venir, observándolo todo y no pudiendo compartir una voz de angustia o de alegría, una voz de paz o de necesidad por todo lo que inquieta. Como inaccesibles fortalezas nos presentamos los unos a los otros, las personas en general, al cruzarnos por la calle, con nuestras miradas, y nuestros silencios. Con esa forzada capacidad de ignorarlo todo alrededor y dejar que nos lleve el viento, pero al mismo tiempo dedicando todo esfuerzo para que esa dirección sea todo lo opuesta posible a la posición del último.
Porque, ¿qué es ser último? ¿Cómo se concilia la renuncia voluntaria con un contexto tan marcadamente decidido a apostar por el bien propio? ¿Qué hay de la preocupación sobre a dónde van a parar todo esos pensamientos que no quedan plasmados en redes sociales o en un libro, en las palabras o en una representación específica? Trato de someterme constantemente a esa acción externa que sí puede hacerlo, que los últimos sean primeros, y en el intento hay momentos que me siento arder, flaquear y caer, resurgir con poder.
No hay nada que pueda llegar a engañarme, nada que pueda confundir mi identidad. Y es que he nacido para ser el último. Yo, que creía poder aferrarme a un círculo de comodidad perpetua, que tenía miedo de perder y desaparecer, que desconocía los matices del sacrificio, desde el dolor de la verdad y una reflexión existencial que pasa por la soledad, asumo ese llamado a la entrega, a la desposesión del propio ser. Porque ese es el único camino que conduce a una identidad renovada, idónea aunque no deseada, ser el último.
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