La humillación es vida. Creo que no hay otra acción que la de humillarse que puedaotorgar mayor grado o nivel de vida a nuestros actos, palabras, pensamientos o deseos. No se trata de la distorsión que hemos creado del concepto, elevando a primera acepción de la palabra el significado que hace referencia al hecho de humillar como algo que denigra, embrutece o minusvalora la dignidad ajena. Muy por el contrario, me refiero a esa versión de la palabra que se suele utilizar como sinónimo de sometimiento, pero a la que yo encuentro una mayor relación con el amor.
El amor en su máxima práctica. ¿Qué podría ser, si no, el hecho de humillarse ante la otroriedad? Algo completamente puro, superior a lo superfluo y, por lo tanto a la visión que se puede desarrollar en la mayoría de ocasiones. En la humillación encuentro el amor con su valentía correspondiente; el amor con su misericordia; el amor con su sensibilidad. El amor con su principal esencia: apartarse, desaparecer, ceder, entregarse, renunciar a la ostentación de la prioridad para continuar amando desde otro lugar que pueda corresponderle. No creo que en estos momentos haya comprensión social para entender este tipo de amor y, aún más, desarrollarlo. No creo, si quiera, que la haya habido nunca.
¿Y en cuánto al proceso de comprensión y aceptación de esta humillación? Si intentase escribirlo aquí estaría siendo un hipócrita porque en lugar de humillarme ante quien lea estas líneas, estaría intentando elevarme por encima suyo como una especie de gurú que ya ha alcanzado dicho nivel. ¡Cuán lejos estoy de ello! ¡Y cuán necesitado de humillarme llego a estar! Quizás no alcance a comprender ni a conocer cuánto en concreto.
Si escribo estas escasas líneas sobre la humillación es gracias a Jesús. Cuando todo aprieta alrededor y la rutina alcanza extremos insondables, algunos de los entornos más cercanos a mí comienzan a viciarse y comeinzo a sentir rabia, ira, odio; cuando asoma la oportunidad de justificar mi autoengaño, mi teatro de arrogancias y soberbias, el lugar donde dar libertad desenfrenada a mi ego; entonces ahí aparece Jesús, lavando los pies de los apóstoles, callando ante Caifás, amando al joven rico. Su testimonio. Su amor. Su entrega. Su cruz. Su humillación.
Y yo me asombro. Sin palabras para poder explicarlo, me descubro cayendo de rodillas ante todo ello. Y lloro. Y me apeno, porque sólo entonces empiezo a conocer mi necesidad de humillarme. De amar, de renunciar, de entregar. Sin límites. Sin ritos ni ninguna religiosidad que pueda estremecer el espíritu. Tan sólo él, Jesús. Y yo ante él. Pequeño, pero a la verdad grande. Acabado, pero justo recién comenzado. Humillado, pero vivo. Y vivo en amor.
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