Y al mirarme a mí mismo pienso en el grado en que me conozco a mí mismo. Entonces este momento resulta sorprendente por lo inimaginable de su realidad. Porque tiempo atrás, no pensaba estar aquí un día com este, mirándome a mí mismo. No lo digo con tristeza. No esta vez, de verdad. Es ese sentimiento el que todavía no he logrado definir en un concepto exacto; el de darse cuenta de que ha llegado lo que parecía improbable, y duele, pero al mismo tiempo amansa esas tensiones interiores, reconcilia los pensamientos previos con las consecuencias de la realidad y da una respuesta soberana a los vacíos existenciales. Porque ¿acaso sabemos para lo que podemos existir? Incluso también para aquellas situaciones que parecen más equívocas.
Voy y vengo. Nada más que eso. Siento que viajo en una estela de sombras y de luces. Días de calor sudoroso y de frío que lo congela todo. No hay un punto intermedio. Y no soy maniqueísta. Ir y venir. Unos días un regalo en el tiempo. Otros días una mochila cargada de piedras. Me lo dicta mi mirada en la ventana. No soy un junco balanceado que va y viene balanceado por el viento. Quizás sea un saltimbanqui en el vaivén de una ola cerrada. Pero me quedo con la idea de que sigo ahí, mirándome en la ventana y esperando. No sé si una ida o una venida definitivas, o qué clase de vaivenes estén previstos. Pero esperando a que el tipo de la ventana deje de mirarme en algún momento.
Porque su mirada se mezcla con la brisa contaminada de la calle y me inquieta no saber en qué está pensando. Por qué hoy se siente especialmente débil. Qué es lo que le hizo, en algún momento de su vida, temer el vaivén imprevisible y desear la quietud. Una quietud que impide ver que existe un poder capaz de perfeccionarse en la debilidad.
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