Hay un hombre que vive en mi barrio. A veces le veo y otras no. Y cuando no le veo tengo la sensación de que el tiempo se ralentiza y tengo que esperar mucho para volver a verle. Me gusta verle. Encontrarlo por la calle y comprobar que está bien. No sé su nombre. No sé nada de él y cuando nos cruzamos nunca nos miramos. Pero cuando a veces le escucho gritar por las noches en la calle a la que da la pequeña terraza de mi habitación, no puedo evitar alegrarme al volverle a escuchar.
Me pregunto si estaré siendo insensible o egoísta al pensar así. Me pregunto si esa sensación de alegría no forma parte de mi anhelo de seguridad y de mis estructuras de comodidad y me ciega la sensibilidad ante mi entorno, ante el sufrimiento que me rodea. Porque el hombre grita. Bueno, habla. Pero su habla son diálogos con nadie más que él y gritando. Pienso en todas las personas del vecindario que debemos oírle. Y no hay nadie que le escuche. Me pregunto si él se dará cuenta de ello.
Suele moverse dando círculos a las manzanas de la zona. Círculos porque los contenedores están en las esquinas. Empuja un carrito. Abre el contenedor. Mete la cabeza dentro. Unas veces saca algo y lo guarda en el carro. Otras veces no saca nada y sigue caminando. El otro día iba a cruzar un paso de cebra con el semáforo en rojo y una moto le pitó. Agradecía que el motorista no levantase las manos ni insultase. Y que tampoco prolongase el ruido por más de unos segundos. El hombre se detuvo y continuó hablando. Gritando. Él sólo. Me pregunto si creyó que la persona de la moto les estaba correspondiendo de alguna manera. Me pregunto si se sintió correspondido en su diálogo sin receptor.
¿Puede darse tal sonoridad sin que sea escuchada? ¿Y si eso que yo juzgo como diálogo sin sentido y sin receptor resulta ser un grito de desesperación, un clamor que pide ayuda y tan sólo recibe silencio, o el pito de una moto? No sé hasta qué punto soy deudor de unas palabras, un mero gesto de atención con él. ¿Y si soy yo el encadenado que vaga por sepulcros y no él? Por muchas veces que piense en la escena de Gadara siento que no hago más que vagar por la superficie. Me pregunto si con él también estaré vagando por alguna especie de superficie que me dejar de observarle desde una distancia prudente. Me pregunto qué autoridad tengo para acercarme a él. Me pregunto si sufre y si su sufrimiento es un reflejo de tantas personas que, como yo, estamos oyendo sin escuchar, observando sin ver, siendo testigos de algo mucho más trascendental que lo que se puede atestiguar.
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