La última vez que me bañé en el Mediterráneo fue hace un año,
aproximadamente, en una minúscula playa de piedras en Lesbos. El
agua estaba fría, a pesar de ese calor oriental que te llena hasta
la boca cuando inhalas algo de aire. No habían olas. No habían
peces. No había nadie. En el horizonte más cercano que tengo la
sensación de haber visto nunca, aparecía la costa de Turquía.
Durante el día podría ser cualquier lugar. El skyline
de mi casa, con concentraciones de población justo delante del mar y
pequeñas montañas a la espalda. Por la noche todo se encendía en
mil puntos de diferentes tamaños y yo me preguntaba que estaría
pasando en cada uno de ellos. Una hoguera veraniega. Alguien viendo
el televisor en casa. ¿Hay cigarros tan grandes como para ser vistos
a 6 kilómetros de distancia?
En Lesbos estuve doce días.
Concretamente en el campo de Moria, donde jugaba con niños que
habían escapado del talibán, intentaba enseñar algo de castellano
a un periodista que había huido del Baluchistán y guardaba las
botellas de agua que nos bebíamos los voluntarios para después
repartirlas a las mujeres que iban a buscar algo de leche, antes de
que se acabase claro. No me
gustan las imágenes trágicas. Detesto el dramatismo inducido. Tan
sólo quiero poner detalles a una historia, la de todas las personas
que llegan al continente, no la mía, y luchas también contra el
olvido que hace que lo más importante de todo, esos pequeños
detalles, acaben desapareciendo.
Se puede tener clara la concepción
de que un migrante no es un invasor. De que su raza no determina su
carácter, o las posibilidades de actúe bien o mal. De que tiene
tantos derechos y deberes a estar en este lugar concreto del mundo
como uno mismo se encuentra en él. Pero cuando les pones un nombre,
una historia concreta, incluso momentos compartidos, se supera el
estadio de los refugiados, la masa ingente, y se personaliza esa
cercanía de la que ya se es consciente.
En Lesbos conocí a Jawad, un
intérprete de la misión española en Afganistán que tuvo que huir
con su familia por amenazas de muerte y extorsión. Y conocí a Ali
Reza, un niño increíble,
que será de esos adolescentes que miden dos metros cuando tienen 15
años y que me enseñó el vocabulario básico del fútbol en farsi.
También conocí a Rawan y Mohammed, dos hermanos kurdos muy
parecidos y a los que les encanta jugar a las palmas. Y a Adam, su
amigo, que tenía una camiseta de The Ramones y se ponía la gorra de
lado. Lloró mucho el día que le tuve que explicar que me marchaba.
Conocí
a Wasim, Ehmut, Ahmed, Mohammed y Naada. Una especie de hermanos
Dalton iraquíes de los que pude despedirme con abrazos el día que
los enviaron en ferry a Atenas. Todavía me río del sombrero Hello
Kitty que llevaba Mohammed.
No
he dejado de pensar en todo ellos en el último año. Me pregunto
dónde estarán ahora. Si me los volveré a cruzar alguna vez en la
vida y que será de ellos. Si seguirán vistiendo camisetas de The
Ramones y gorros Hello Kitty. Si serán de esos médicos con gafas de
pasta y el pelo cortado a cepillo o recogido en coleta. O si
arrastrarán un carro lleno de chatarra. En mi interior pido que
tengan oportunidades. Y públicamente sólo expreso el deseo de que
se conozca el impacto que han supuesto para mi vida.
Esa
masa ingente que llega, incluso para los de mentalidad acogedora e
igualitaria, tienen nombres, caras, camisetas y gorras para mí. Y
muy concretos.
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