¿Dónde están todos quienes me acusaban? Todos se han borrado, y se borran, como si en mi realidad nunca los hubiese conocido. Como si nunca hubiese habido lugar para ellos. Solamente he quedado yo mismo. La conciencia de lo que sucedió. Soy la llama que al mismo tiempo quema las fotografías viejas del pasado, pero ilumina los momentos en los que se tomaron.
Me pregunto por qué no podemos conocer mejor a las estrellas. Sólo a algunas. Las de la Vía Láctea, quizás, y escuchar si susurran por las noches, dándose cuenta de que las miramos. He aprendido que una luz no se puede esconder debajo de una mesa. Quizás ellas no sean luz, sino puro reflejo. Entonces pienso en todos mis escondites, y lo inútiles que me han resultado. Pero me asalta la duda de si soy una llama de esas que esterilizan heridas con alcohol en las películas de acción, o si soy el pábilo que humea.
¿Por qué debe ser todo tan sutil? ¿Por qué no puede haber un contacto directo con la dimensión de la realidad que tan injustamente ignoramos? Da igual. Incluso entonces, habría ignorancia, porque de todas las cosas que se pueden escoger, la ignorancia es la más rápida y común. ¿Por qué no hay fuego que consume todas nuestras dudas y soberbias?
Entonces, caigo en que soy una hoguera. Una hoguera encendida. En lo que a las personas concierne, no hay fuegos casuales. Incluso la falta de intención se ha convertido en uno de los agentes más activos y operativos que configuran nuestras escenas. Soy una hoguera que quema y duele, pero que también alumbra y calienta. Una hoguera que consume, a sí misma en primer lugar.
Cuando temo acercarme al bosque, para no incendiarlo, y mirar hacia arriba, para no contaminar el bello reflejo de luz de las estrellas; cuando vientos me empujan y me azotan para que pierda el control y me pierda en fuegos incendiarios, entonces se me recuerda de nuevo el litigio entre mi experimentada pequeñez y mi infundida grandeza, la dualidad entre la fragilidad y la firmeza. Mi condición de hoguera que no debe quemar, excepto a mí.
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