Me levanto a las 06:20h cada mañana, de lunes a viernes. Por motivos personales, me he tenido que ir a vivir a cien kilómetros de mi trabajo. Me visto, desayuno un tazón de cereales con leche y me marcho de casa, para ya no regresas hasta las diez y media de la noche. Primero cojo una bicicleta. Después, el tren, que acostumbra a robarme entre dos y dos horas y media de mi vida cada semana, por culpa de los retrasos. Impunidad, ante todo. Como mucho te devuelven un billete para otro viaje, aunque no tengas que ir a ninguna parte. Y da gracias. Una vez me bajo del tren, tengo un cuarto de hora para saludar a mi padre y preguntarle qué tal le va. A esa hora esta sólo, porque mi madre también se ha ido a trabajar. Después cojo mi coche y voy para el trabajo. Allí estaré las próximas diez, o quizás once, horas. Si bien, sé que iré a otros lugares en el mismo día, pues el trabajo lo exige, no deja de girar todo alrededor de una rutina monótona y que se arrastra sobre sí misma.
Un comunicado de un ayuntamiento, unos vecinos que se quejan porque han sufrido un corte de luz o un nuevo proyecto de solidaridad. Nada más. Tras esta estela las semanas se van quemando, una tras otra, en un fuego incontrolable e incalculable. Al llegar a casa cada noche no puedo hacer más que intercambiar unas palabras con mi mujer, comer algo e ir, irremediablemente, a dormir mi cansancio por unas pocas horas. Sí. Sin saber cómo, me he convertido en un asalariado.
Pagamos el alquiler, el agua, la luz y el gas. Comemos. Y un fin de semana, esporádico, vamos al cine. Mientras cenamos hablamos de documental social, de reporterismo humanitario, de reportajes que aún no se han hecho y que están esperando a dos jóvenes ilusionados y entregados como nosotros. Pero al día siguiente, cada uno despierta a su rutina. A sus hazañas del día a día. Sus propias penas y glorias. Despertamos a la conquista, un nuevo asalto, de un mundo capitalista que se define ante nosotros, salvaje, inexplorado. Pero las horas pasan, y decaemos. En la pesadumbre que nos acompaña, parece que por destino. En el agotamiento físico y el desbordamiento mental. Y, por supuesto, la fatiga emocional. Al llegar a casa nos descubrimos deshechos, el uno al otro, y al mundo tan firme en su proceder, tan quieto, tan invariable.
Me pregunto qué es lo que se requiere de mí. Hasta cuándo podré aguantar este ritme de producción. Si en algún momento se vendrá abajo la máquina que han creado de mí. Y entonces qué. Es injusta y difícil la vida del asalariado de hoy día. Amarga derrota a la que se refería Warren Buffet en su empeño por la guerra de clases. Lo que llevo peor es que me hagan creer que debemos dar gracias por no trabajar quince horas en un campo de cacao, a pleno sol, y por unas monedas. Indudablemente que hay grados de explotación. No soy cínico ni tampoco ciego. Pero, en cualquier caso, ¿no son todos ellos fruto de lo mismo?
Sin duda alguna del sistema. Un sistema, pero, que se hace más crudo en sus propias entrañas, en la corta distancia, en el cara a cara, en la empresa pequeña y el ámbito cercano. Aquello que parecía indefenso. Que te había de cuidar. La puerta de entrada del asalariado, a través de la cual se le podrá generar la falsa expectativa de ascender, pero siempre anclándolo a los mismos tropezaderos del camino.
No queríamos ser ricos. Tan sólo vivir, y compartir de nuestra vida con los demás. Y luchar por algo más justo. Un sistema, un producto. Lo que sea. Pero equitativo y sin explotaciones de ningún grado. Sin embargo, me he visto arrojado a comer las migajas de las mismas manos sucias de siempre. Sí, soy un asalariado. Sin hipotecas, ni créditos, ni lujos. Pero un asalariado. Como todo el flujo de personas que mueve este planeta. Asalariado también, por cierto, del trato al que es sometido.
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