La idea de lo colectivo, tal cual la percibo, me parece muchas veces una fuerza bruta, insensible y cruel que empuja hacia la soledad. Se debe escoger algún bando, pero ser crítico con todo es el diagnóstico previo a una marginación. No sé si es una cuestión únicamente ideológica. Descubro que también me afectan las formas en las que, como colectivo, como masa social, nos relacionamos entre nosotros. Salir a la calle sintiendo que alguien te empuja a una soledad asegurada, mientras las miradas te miran.
Hay momentos en los que siento cómo estoy avanzando, imparable, al aislamiento. Y sin quererlo. Sin tan siquiera buscarlo. Cada vez me resultan más numerosas las voces que hablan y hablan en la cotidianidad, en lo banal de la rutina, pero menos, las que escuchan en profundidad, en las hondonadas del corazón de la otra persona. Menos, las que se alejan del griterío para sentarse en el parque, a la sombra del árbol grande, y recorrer tu mirada en busca de saber quién eres, y no cómo estás.
Menos, quienes observan la realidad, y más, quienes la convierten en un baile de opiniones con dagas escondidas en los talones. No vaya a ser que el tango se gire y de un revés inesperado. Cada vez encuentro más sombras en las luces que brillan aquí abajo, más ruido porque no puede ser que haya silencio. Más "verdades" creadas para ocultar más mentiras, y más mentiras revestidas de una apariencia de falsedad, entre galas de canciones que hablan de egoísmo y parlamentos que juegan con naciones y países, y su destino.
Y yo estoy ahí, sentado en un lugar para el que no he pagado billete alguno, sobrellevado. Avanzando hacia un aislamiento mayor. Sabiendo que puedo compartir una sonrisa con tan sólo un silencio, pero sintiéndome incapaz de reír mientras salgo a la calle y todo grita. Hubo un tiempo en el que me consideraba un pesimista. Ahora me pregunto por qué nadie habla de Guyana ni de Surinam. Y me pregunto si comparto carácter con esos países.
En frontera con Brasil, Venezuela y el Atlántico, pero sin despertar relevancia alguna en el orden de las bolsas, ni de las conexiones en los vuelos internacionales. Ni en los anuncios de viajes de pedazos de un cielo entre cocoteros y arena blanca. Una invisibilidad permanente. Un aislamiento asegurado. Le he preguntado a un amigo de la zona por qué no hay rastro alguno de estos dos países y nada. Me pregunto si debería volar hasta Guyana y Surinam, a ver si allí se siguen oyendo las olas que rompen en la playa. A ver si alguien se acerca para mirarte a los ojos y decirte que vio a uno de los cohetes descritos por Tom Wolfe caer en su playa, y luego te pregunta qué clase de peregrino eres que visitas el lugar. A ver si vuelvo a encontrar algún sonido en el silencio, una canción sincera, una conversación que no se estanca ni se exaspera, una escena de la que no sentir aislarse.
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