sábado, 4 de octubre de 2014

"Eden", de Megan Griffiths

En contadas ocasiones podemos justificar el lugar que puede llegar a ocupar un determinado contenido explícito en una película. Sexo, drogas, sangre y violencia (tanto a nivel físico como psicológico) parecen colapsar nuestra capacidad receptiva y nos llevan a deducir considerablemente la puntuación que podríamos otorgarle a una historia. No es este el caso de Eden, aunque aparecen todas estas características, porque lo hacen con una capacidad psicológica explícita pero brillantemente calculada y sopesada sobre el terreno de la trama. 

Cartel de la película (encylopine.org)
A diferencia de otras cintas sobre el tráfico de mujeres en el "negocio de la prostitución", como Human Trafficking, el film de Griffith se presenta desde la perspectiva del sufrimiento explícito, sin dejar de lado cuestiones como el funcionamiento de la trama o el valor de vivencia en primera persona de la protagonista, aunque sí desplazándolas a un segundo lugar que se sitúa en el marco de fondo del desarrollo de la historia. Al dejar fuera de la acción cualquier investigación policial y concentrarse en la experiencia desde dentro, desde ese submundo paralelo de "negocios" y "negociantes" que compran y venden seres humanos sin tapujos, la historia sobrepasa el límite convencional de lo que llamamos 'drama' y se clava en la garganta del espectador, obligándole a tomar la opción de continuar viendo la película y encarnarse en la piel de la víctima durante al menos 90 minutos, o bien apagar la pantalla del televisor. 

El contenido explícito no se presenta como algo demonizante y tampoco llega a los niveles del gore ridículo y previsible, como en algunas películas de Tarantino. Es un componente más del engranaje de la historia que se da en su justa medida, como la sal en la comida. Permite al espectador llegar a enfrentar el conjunto de sentidos de las acciones que se presentan a lo largo del argumento, interactuando con los personajes y las ideas de cada uno de ellos.

Además, la historia supone en sí misma un toque discreto pero conciso sobre el debate de si la prostitución debe continuar concibiéndose como un oficio, debe promoverse la regulación de sus derechos laborales o bien, se la debe enfrentar por tal de abolirla. Es claro que este un problema que ha derivado en muchas opciones, algunas más considerables que las otras. 

No es una cuestión de erradicación del paganismo y tampoco es una cuestión de adquirir una visión como si se tratase de una empresa común que pretende situarse en el mercado y competir. Se trata de preguntarse si bajo los límites de una actividad como esta existe un atisbo de voluntad y deseo propio por parte de la prostituta o, si bien, es un problema que siempre incluirá el tráfico ilegal, aún dándose una posible regularización. En este sentido, la regularidad de derechos me parece algo idílico, teniendo el cuenta el sistema con el que funcionamos, que cada vez priva más a los trabajadores de sus derechos y fomenta el negocio "en negro". Respecto al abolicionsimo, si bien soy partidario de muchas de sus ideas, también presenta aspectos negativos y fomenta la clandestinidad. En conclusión, creo que debemos trabajar para encontrar una solución cuyo objetivo sea la desaparición absoluta de este "negocio" pero que al mismo tiempo ofrezca las mayores garantías de seguridad, reinserción y protección a las 27 millones de víctimas que padecen en este submundo.