sábado, 29 de octubre de 2016

El otro planeta del periodismo

Sobre el periodismo, decía Kapuściński que los cínicos no sirven para este oficio. Que la pose de intelectuales que debaten entre sí para ver cuál de ellos ha llegado más lejos en su propio razonamiento y lógica por comprender y juzgar lo que pasa en el mundo, mientras beben una taza de té selecto o una copa de champaña en un reputado café de la ciudad, con cuadros abstractos colgando de la pared y un camarero vestido de smoking pero que cobra menos de 900 euros al mes, es en realidad una fiesta de élites, privada y con un punto de macabro. 

Y son esos, esa clase de no-periodistas revestidos con su capa de doctores y filósofos del saber general y con mazo de hierro en sus manos, quienes más me molestan. Aquellos y aquellas que han creído comprender el oficio como una suerte de maizal, denominación de origen protegida, al que tan sólo ellos y su cortesanos pueden acceder. Que se mueven en la línea de la información superflua y banal, sin ningún carácter de profundidad ni de conocimiento real de los acontecimientos, pero que juzgan, inmisericordes y sin piedad, todo cuanto existe y ocurre a su alrededor. 

Todas estas personas, encadenadas a sus pesados e insaciables "egos", carecen de la sensibilidad que el oficio del periodismo requiere. Una sensibilidad que se demuestra en el día a día de la rutina informativa, conociendo a aquellas personas que comparten un periodo de experiencia vital y tratando de comprenderlas en sus respectivas situaciones, emociones y momentos. Kapuściński lo hacía como corresponsal, mayoritariamente en África, pero es una actitud aplicable a todos los ámbitos. Desde el más local hasta el más internacional. Porque todos son espacios habitados por personas, que es la materia prima de este oficio. Un materia prima  que no se explota y utiliza como los minerales, sino de la que se aprende, con la que se comparte, de la que se recibe y también a la que se le da. 

Cada vez se hace más estrecho este círculo. Los empresarios de los pequeños, medianos y grandes medios de comunicación, en general, se rinden a la visión del negocio. Los actores del ámbito político e institucional están tratando de sacar todo el partido posible de la situación de fragilidad del sector, y han vuelto a desarrollar actitudes propias de una censura fascista. La materia prima, las personas, desconfían de nosotros por las malas y repetidas experiencias de morbo y amarillismo. Y entre nosotros, los periodistas, hay una pugna latente de clases entre quienes viven por firmar un artículo o poner voz y cara a una noticia, y quienes han comprendido que en la información también hay acompañamiento, comprensión, desplazamiento, sufrimiento y emoción. Todo en primera persona. No vale ser un narrador omnisciente. De hecho, no se puede. O se es para uno mismo, o se para y junto a los demás. Quizás los perfiles de intelectuales insensibles y dispuestos a sorprenderse entre sí mismos de su propia capacidad de hostilidad, no estén hechos para este planeta y deban emigrar a un mundo periodístico mucho más puro (y ario). Por favor, que nos dejen este a quienes queremos trabajar con y para las personas.

sábado, 8 de octubre de 2016

No soy un altavoz del capital

A los seis años supe que quería ser periodista. Fue en una de esas conversaciones que se tienen de niño, cuando uno se permite toda clase de sueños. Mi padre me lo comentó. Hasta entonces no había oído hablar de ello. Ni me paraba a observar a las personas que salían en la tele detrás de un gran y aburrido escritorio, con caras de circunstancia y sonrisas apelmazadas, explicando cosas que habían pasado. Ni tampoco me imaginaba que detrás de un periódico podía construirse todo un mundo paralelo, habitado por personas que dedican gran parte de sus fuerzas mentales y físicas a ello. Pero, influenciable de mí, desde entonces me fijé en aquella palabra, 'periodismo', y no la aparté de mi pensamiento en ningún momento. 

En ese momento, también desconocía que vivía en un planeta llamado 'Capitalismo' y que en aquellos mundos paralelos que se construían detrás de que cada frame de televisión y de cada línea de periódico, también había una empresa que se basaba en un beneficio al final de cada mes. Un descubrimiento forzoso, llegado casi con calzador, y que me ha entristecido mucho, no lo niego. ¿Por qué habría de negarlo? ¿Acaso es una ilusión infantil el haber creído que existía una isla, en medio de este mar, libre de la influencia del dinero, que lo mueve todo?

Los medios de comunicación han cometido un error creyendo que el hecho de constituirse en meras empresas les exime de su responsabilidad ante la humanidad, y en primer lugar ante sus trabajadores. Sin lugar a duda, este es un oficio que goza de especial vocación entre muchos de sus afiliados. Un terreno pantanoso del que muchas compañías se aprovechan y exprimen al máximo. Pero todo obrero es digno de su salario y el hecho de socavar esta dignidad acaba siendo un arma de doble, tanto para el periodismo como para la empresa.

No estoy en contra de que un medio de comunicación se organice en una empresa. A ´mi modo de entender, vería preferible que se estructurase como una cooperativa. De lo que sí estoy en contra es de la mala y banal relación que se ha creado entre periodismo y empresa, entendiendo aquí empresa como el valor de explotar la comunicación como si fuese petróleo o una cadena de supermercados.Todo ello en el marco de una lógica que busca sobreproducir para aumentar su beneficio.

Y he aquí una de las derrotas más amargas del periodismo; el haber admitido ese rol ficticio e impuesto dentro del sistema, pasando de ser una voz en el desierto a no ser más que un mensajero de recados precocinados. El correo privado de las grandes empresas.

No soy un altavoz del capital. Me duelen las ruedas prensa insulsas y acríticas, que intentan mostrar un tema apartado de todo cuanto está ocurriendo alrededor. Las considero puro maquillaje. Lo único que sostiene el oficio son unos cuantos focos de actuación que se resisten a ceder ante la marea de este teatro del corre, ve y dile. Sigo queriendo ser periodista, tanto como lo hacía a los seis años. No. Incluso más que antes. Ahora, que he descubierto que a este orden de las cosas mal llamado periodismo, aún queda mucho por aportarle.

sábado, 1 de octubre de 2016

Yo, el asalariado

Me levanto a las 06:20h cada mañana, de lunes a viernes. Por motivos personales, me he tenido que ir a vivir a cien kilómetros de mi trabajo. Me visto, desayuno un tazón de cereales con leche y me marcho de casa, para ya no regresas hasta las diez y media de la noche. Primero cojo una bicicleta. Después, el tren, que acostumbra a robarme entre dos y dos horas y media de mi vida cada semana, por culpa de los retrasos. Impunidad, ante todo. Como mucho te devuelven un billete para otro viaje, aunque no tengas que ir a ninguna parte. Y da gracias. Una vez me bajo del tren, tengo un cuarto de hora para saludar a mi padre y preguntarle qué tal le va. A esa hora esta sólo, porque mi madre también se ha ido a trabajar. Después cojo mi coche y voy para el trabajo. Allí estaré las próximas diez, o quizás once, horas. Si bien, sé que iré a otros lugares en el mismo día, pues el trabajo lo exige, no deja de girar todo alrededor de una rutina monótona y que se arrastra sobre sí misma. 

Un comunicado de un ayuntamiento, unos vecinos que se quejan porque han sufrido un corte de luz o un nuevo proyecto de solidaridad. Nada más. Tras esta estela las semanas se van quemando, una tras otra, en un fuego incontrolable e incalculable. Al llegar a casa cada noche no puedo hacer más que intercambiar unas palabras con mi mujer, comer algo e ir, irremediablemente, a dormir mi cansancio por unas pocas horas. Sí. Sin saber cómo, me he convertido en un asalariado. 

Pagamos el alquiler, el agua, la luz y el gas. Comemos. Y un fin de semana, esporádico, vamos al cine. Mientras cenamos hablamos de documental social,  de reporterismo humanitario, de reportajes que aún no se han hecho y que están esperando a dos jóvenes ilusionados y entregados como nosotros. Pero al día siguiente, cada uno despierta a su rutina. A sus hazañas del día a día. Sus propias penas y glorias. Despertamos a la conquista, un nuevo asalto, de un mundo capitalista que se define ante nosotros, salvaje, inexplorado. Pero las horas pasan, y decaemos. En la pesadumbre que nos acompaña, parece que por destino. En el agotamiento físico y el desbordamiento mental. Y, por supuesto, la fatiga emocional. Al llegar a casa nos descubrimos deshechos, el uno al otro, y al mundo tan firme en su proceder, tan quieto, tan invariable. 

Me pregunto qué es lo que se requiere de mí. Hasta cuándo podré aguantar este ritme de producción. Si en algún momento se vendrá abajo la máquina que han creado de mí. Y entonces qué. Es injusta y difícil la vida del asalariado de hoy día. Amarga derrota a la que se refería Warren Buffet en su empeño por la guerra de clases. Lo que llevo peor es que me hagan creer que debemos dar gracias por no trabajar quince horas en un campo de cacao, a pleno sol, y por unas monedas. Indudablemente que hay grados de explotación. No soy cínico ni tampoco ciego. Pero, en cualquier caso, ¿no son todos ellos fruto de lo mismo? 

Sin duda alguna del sistema. Un sistema, pero, que se hace más crudo en sus propias entrañas, en la corta distancia, en el cara a cara, en la empresa pequeña y el ámbito cercano. Aquello que parecía indefenso. Que te había de cuidar. La puerta de entrada del asalariado, a través de la cual se le podrá generar la falsa expectativa de ascender, pero siempre anclándolo a los mismos tropezaderos del camino. 

 No queríamos ser ricos. Tan sólo vivir, y compartir de nuestra vida con los demás. Y luchar por algo más justo. Un sistema, un producto. Lo que sea. Pero equitativo y sin explotaciones de ningún grado. Sin embargo, me he visto arrojado a comer las migajas de las mismas manos sucias de siempre. Sí, soy un asalariado. Sin hipotecas, ni créditos, ni lujos. Pero un asalariado. Como todo el flujo de personas que mueve este planeta. Asalariado también, por cierto, del trato al que es sometido.