sábado, 13 de febrero de 2016

Mi sesión final con Freud

El otro día me colé en el teatro, en un intento de conocer nuevos elementos sobre la personalidad y la historia de C.S. Lewis, en la obra La sesión final de Freud, en la que el personaje del profesor en Oxford co-protagoniza con el personaje del psicólogo Sigmund Freud. Una obra realmente increíble, que plasma con bastante fidelidad las ideas de los dos intelectuales y enfrenta sin prejuicios al cristianismo con el ateísmo. Todo ello enmarcado en un espacio que no varía, quieto e inánime, y con el peso y el ritmo que los dos personajes aportan a la trama. Una hora y cuarenta minutos de auténtico mérito, sin duda. 

Me llamó la atención comprender a un Freud desgastado por el paso del tiempo y la enfermedad. Aunque no pude evitar sentirme más identificado con Lewis, con quien comparto fe y a quien conozco mucho más. Aún así, me sorprendió la avidez con la que el creador de la obra utiliza la postura del ateísmo para desmitificar el cristianismo, más allá de las propias afirmaciones de Lewis. Como cristiano admito la idea que el 'cristianismo' que refleja la historia vivida no es más que otro movimiento ideológico más, que ha aportado sus beneficios y sus perjuicios a un mundo en el que ha gozado de gran importancia (especialmente en occidente). En efecto, otra estructura como el ateísmo, entretejida en un imaginario colectivizado muchas veces a base de palos y apaleados, pero también gracias a convicciones sinceras que incoroporan en sí mismas la necesidad de ser compartidas y que no son fruto de locuras, ni absorciones mentales, ni traumas previos ni autoengaños. Ahora bien, fruto de la postura que defiende Freud en la obra de teatro, se me plantea la siguiente pregunta: ¿somos todos los cristianos, pequeñas partículas de la comunidad descrita aquí? ¿Vivimos todos los cristianos ese cristianismo conveniente, conformista, adaptado, estructurado y segmentado en base a gustos, interpretaciones, ideologías y, por qué no, colores? Freud llama 'tenaz' a Lewis en la obra y me parece un adjetivo correcto (no peyorativo, evidentemente) para definir mi respuesta negativa ante estas preguntas. 

Soy cristiano y soy consciente de que no experimenté mi conversión para llevar una vida de 'adoración y continencia' místicas, dirigiéndome hacia un objeto, una imagen divina mitificada y sostenida por una épica sobrenatural. Creo que existe una ley moral que debe ser utilizada para distinguir el bien y el mal con todo rigor y espíritu autocrítico, especialmente. Y creo que comprendemos el sentido y el significado de esta ley moral al aceptar a su creador. A Dios. Un Dios que ha participado constantemente en los sufrimientos de la vida del mundo (como diría Bonhoeffer) hasta el punto de humillarse a sí mismo ante nosotros y morir por amor y remisión. La enseñanza de Jesucristo, de amar a los demás, como si tratase de nosotros mismos, no es utópica ni es un peso imposible de cargar por las diferentes generaciones y épocas de la humanidad. Precisamente eso es lo que la hace todavía más brillante: su sencillez y posibilidad.

Al llegar a este punto quiero aclarar que este cristianismo (creer en Jesucristo como Hijo de Dios y salvador) no ha menoscabado mis capacidades psicológicas ni mis nociones intelectuales. Tampoco es fruto de una experiencia terrorífica ni de un entorno condicionado. Snecillamente, me he descubierto arrodillado ante una serie de evidencias ante las cuales sólo he podido callar. Traspasado por un verdad que desconocía, inimaginable, inteligente, cuerda, sincera e irrefutable para mí. Evidentemente que esto no ha acabado con mi persona. Sigo teniendo miedo de la muerte. Y cuando me descubro, sólo, en mi habitación, utilizando mis recuerdos para encadenar una fatua línea de visión hacia el futuro, me acobardo ante según que y que posibilidades. Cada día sigo descubriendo de nuevo a Dios, y a mí ante Él, todavía más pequeño de lo que ya me consideraba. Mi idea acerca de Él está en constante variación, como explica Lewis en la obra de teatro. Y muchas veces me derrumbo ante la debilidad de mi ser, la soledad de mis sentidos, mi cobardía y mi inmadurez. Pero con todo ello, me siento firme y sensato en la fe. Terriblemente imperfecto, pero tranquilamente sujeto a Su restauración.