lunes, 31 de diciembre de 2018

Mutante

Este año no tengo sensación de fiestas. Quizás sea por la avalancha de mensajes reenviados, de esos fríos e impersonales y que le demuestran a uno que no importa lo más mínimo. O tal vez por esa falsa solemnidad con la que se intenta crear un ambiente relajado mientras el neofranquismo vuelve a un parlamento la misma semana de Nochebuena. O puede que sea por la gripe, que no entiende de calendarios ni de días señalados, y viene cuando viene.

Me pregunto si no sería esa una buena manera de acabar con el brillo de las bolas de cristal que han instalado unos operarios a 8 euros la hora. Un par de días en la cama o el sofá, experimentando el calor a base de caldos y tés. No soy un grinch ni nada por el estilo. De todas las fiestas que se celebran, la única que he celebrado siempre es la de Navidad, pero con otro trasfondo que no tiene nada que ver con los anuncios de colonia ni con las paredes empapeladas de dorado.

Reconozco que es una sensación extraña, como mutante. Lo que se ama con sinceridad y respeto se ve confrontado por la vanidad y la ignorancia de la vivencia ajena. Todavía no he considerado seriamente la cantidad de contradicciones que imponen estas fiestas (como cualquier otras) a quienes arrastramos la conciencia del sufrimiento de lo extraños y foráneo. Quiero decir, navego errante compartiendo barca con la familia de cinco personas que está durmiendo en una habitación; o con el niño que pasea sus 'cabrinhas' por las calles de cualquier pueblo en el centro de Mozambique; o con el joven que ha cruzado el estrecho sólo, entre decenas de personas, y que desde la litera de su albergue observa las luces.

No sé qué celebración albergan todos ellos. Estoy convencido de que hay cuestiones que no nos permitimos ver, ni comentar en muchas ocasiones, que arrojan esperanza. No critico la copa de cava que hoy se beberán a izquierda y a derecha de la mesa. No cuestiono el pescado en salsa, ni las neulas de chocolate. Tan sólo hubiera preferido que desde el principio no quisiesen hacerme creer que son elementos de los que dependemos, que ejercen una influencia y un poder definitorios.

Hemos deformado la figura del "otro" hasta el punto de que ya no nos podemos ver reflejados en ella. Y en esta escapatoria sin fin, porque los problemas que suceden siempre van a impactar las conciencias de los que los presenciamos, mientras avanzamos o reculamos, ya no lo sé, me apetece creerme y ser especialmente mutante ante toda posibilidad de conformidad, de conquista de una realidad inexistente, pintada de colores y repleta de 'necesidades', que envuelve, y atrapa, y también deforma a uno mismo, y aturde. ¿Y entonces quién es el mutante?

viernes, 7 de diciembre de 2018

La noche

Últimamente observo atento los desagües de casa. No tengo noción alguna de fontanería. Pero es que ha ido creciendo en mí una sensación extraña que me lleva a pensar en la dilución. A plantearme la pregunta de qué pasaría si me diluyese en el agua con la que friego los platos o que sale de mi ducha, como una gota más de la masa incolora, tibia y moldeable, y desapareciese, me fuese a no sé donde, dejase de estar.

Parece una idea nocturna. De hecho, en un principio pensé en sentarme a escribirla de noche, pero al relato le faltaría fidelidad porque no soy nada noctámbulo. Es durante el día que me fijo en la sombra que proyecta el sol en los seis agujeros que hay en la pica del lavabo, no en la noche. Y entonces recuerdo aquella afirmación que dice "los mismo te son las tinieblas que la luz". Me pregunto si no habré convertido mi luz en sombras y, sólo de esta manera, mis sombras estarán reflejando luz.

Creo que no entendemos el concepto de noche. Algo que contiene tantas estrellas, tanta luz, no puede albergar todos nuestros males. No puede, ni siquiera, significar la soledad. Por eso, este no es un relato sobre la soledad, aunque ciertamente la experimento. Sé que no estoy sólo, que a mi lado tengo con quién compartir visión y camino, pero me encuentro con la soledad cada vez que observo, por ejemplo, la idea que se ha generado de la noche. Porque es una idea oscura, que no incluye luz, y para mí la noche también es luz.

Entonces es cuando comienzo a observar los seis agujeros del desagüe del lavabo. Y la dilución cobra fuerza en mí. Ahí sí que no hay luz. ¿Quién puede saber lo que hay ahí? Por unos instantes pienso que podría ser como el hombre solitario del invierno de Sufjan Stevens, con su mundo de unicornios y manadas de búfalos. La línea entre el saberse sólo y la conciencia de la soledad impuesta es fina y siento que constantemente vengo y voy en una especie de ilusión de baile que no consigo dominar.

Pienso que todo pasa, más bien, por el hecho de asumir el anonimato. Pero yo no sé si quiero diluirme y desaparecer por el desagüe. Conservo algún que otro miedo. Me doy cuenta de que cuando he dado el primer paso sobre la superficie del agua, me asusto y comienzo a hundirme. Tengo que asumir mi anonimato con todas sus implicaciones para mi firma, mi imagen, mi idea de la luz en la noche. ¿Si hay luz en mí, como puede ser la noche para mí oscuridad? Pienso que, quizás, toda esa idea de soledad compartida sea mi hábitat natural.