viernes, 30 de diciembre de 2016

Comer hasta sentirse mal

Hemos vuelto a comer demasiado. Más de lo necesario. Más de lo equitativo. Sin hambre y por vicio. Somos la espeluznante imagen de un ejercicio meramente carnívoro, convertido en tradición. Y la tradición en rito. Y así, regresan aquellos días en los que los platos rebosan, aunque no haya hambre. Los cuerpos se cubren de apariencias y marcas, en un sobreesfuerzo vanidoso de sacar pecho por el sistema de valores que nos conduce a ello; la manera de hacer funcionar la máquina que somos y para la que hemos estado trabajando tanto tiempo, todo el año. 

Y ante toda esta borrachera de sopas y caldos, de copas de cava brindando, de brillantes y de reflejos dorados, se me ocurren muchas palabras. Me vienen a la mente muchos rostros y personas. Pero, sobretodo, pienso en Jesús. El pretexto. La cabeza de turco. El chivo expiatorio con el cual nos hipotecamos a nuestros brillos y bellezas. Pienso en Jesús, como creyente de sus palabras pero también como habitante del planeta, ciudadano de una sociedad y un contexto concretos, marido, hijo, hermano, cuñado, amigo, vecino... Entonces vuelvo a caer en la alegría, hacia Dios, de esas palabras que aparecen en el texto bíblico, justo en el momento en el que se conoce el nacimiento: "Esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó los tronos a los poderosos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos". 

Me pesa esta comida y la manera de comerla. La manera en la que se arrojan todas estas hipocresías y contradicciones sobre lo establecido como objeto y motivación de las fiestas, deformando, distorsionando, diluyendo entre mariscos y cava los acontecimientos originales. Y no sólo por ello, sino por lo que representa esta celebración, que no es más que una gran orgía sistémica con la que celebrar que se cierra otro año, otro ejercicio, otro espacio determinado de tiempo, funcionando de la misma manera, con el mismo sistema de valores y manteniendo los statu quo y sus procedimientos establecidos. 

Pienso en Jesús, naciendo ya como refugiado (por causa de la persecución de Herodes) y en los padres, otros dos pobres y marginados que tampoco tienen lugar. Salgo a la calle, a que me digan que es lógico pagar 40 euros por un "menú de Navidad", cuando seguramente la persona que me atienda sigue con su sueldo "no navideño". Entre la embriaguez de luces, de pieles de animales a precio de años de trabajo, de cucharas y tenedores chocando con dientes satisfechos y estómagos comlplacido; no veo a Jesús. Ni tan siquiera el rastro de su sombra. Porque precisamente, desde el nacimiento, es lo que rechaza. 

Aparte de la esperanza de mi fe, en Jesús he encontrado el rechazo a este sistema establecido entre élites que trepan y trepan por la pirámide, en el arrebato de una sed insaciable por alcanzar una cima que no existe, que no se acaba nunca. La condena de este sistema de valores que sigue esforzándose en dotar al "yo" de un carácter protagonista y que deja todo lo demás al buen resolver de las migajas de la caridad. Caridad, al mismo tiempo, que no busca una resolución para este sistema, sino que se adapta a él y a sus lagunas. 

En Jesús veo el rechazo de toda esa clase mixta, entre alta y media, intelectuales, gobernantes y agentes económicos, que han aceptado los patrones de funcionamiento sistémicos. Es decir, el juicio, el prejuicio, la marginación, el tópico, la discriminación. El rechazo de todas aquellas personas que, en su idea navideña, le han pintado la cara blanca y las mejillas de rojo al niño de escayola, mientras se apartaban de quienes buscan refugio por el hecho de tener una piel diferente; el rechazo de todas aquellas personas que han creído que esto va de corbatas, tacones y pajaritas, dando la situación por hecha; veo también el rechazo de quienes han quemado el árbol y los adornos y se han olvidado de trabajar en el contenido de lo que era necesario.

El rechazo que veo en Jesús de todo este sistema de elementos y funciones, presenta otra forma. Exactamente igual que cuando detuvo a aquellos fanáticos religiosos que querían apedrear a una mujer a quién acusaban de adúltera. "¿Dónde están los que te acusaban?", le pregunta. Aquí estamos. No por nuestras convicciones religiosas, ya sean cristianas, ateas u otras. No porque hoy se condene el adulterio como en la época. Sino por la hipocresía y la dureza de corazón con la que seguimos haciendo funcionar todo. No es por el brindis en sí, pues, sino porque siendo conscientes brindamos para olvidar. Para olvidar la lágrima que se derrama y la voz que nos reclama.