miércoles, 29 de abril de 2020

Perder la vida


Estas líneas equivaldrían a la cuarta entrada de 'Reflexiones en el confinamiento', pero me ha parecido oportuno reflejar de una manera más exacta en el título cuál es el contenido en sí de esta reflexión. Y digo esto para no perder de vista el contexto. Porque es de suma importancia considerar nuestros contextos para comprobar constantemente que no somos (o no deberíamos serlo) nuestras circunstancias, ni nuestras situaciones pueden escribir la primera o la última letra de nuestras definiciones personales. En estos momentos, por cierto, de contextualización fuera de lo habitual, no puedo dejar de pensar en que el momento y el entorno no van a configurarse nunca como una fatalidad en mi destino. No, a no ser que voluntariamente me someta a ellos.

Y esto sirve de entrada para la pregunta alrededor de la cual surgen estos pensamientos; ¿puede alguien que ya ha muerto ser presa de las circunstancias en las que vive? No me estoy refiriendo aquí a la muerte física tal y como la entendemos en nuestro contexto general. Hablo de la muerte como ese momento en el que uno comprende que su vida no le pertenece. Es más, que el principal benefactor y beneficiado de todo lo bueno que pueda ocurrir en su vida no es él mismo.

Claro que la muerte física está relacionada con las circunstancias. En las ciudades occidentales podemos enfermar de cáncer y las probabilidades de ello están influenciadas por los niveles de polución que generamos. En otro lugar, podríamos morir por una diarrea ininterrumpida después de beber agua intoxicada. O podríamos ser víctimas de la última oleada de fanatismo que arrasa pueblos enteros, casa por casa. O encontrarnos en un país donde el servicio militar sigue siendo obligatorio y que acaba de entrar en una nueva guerra y morir en cualquier de los muchos frentes que se abriesen, ya sea en Eurasia, como diría George Orwell, o en Siria. Las circunstancias sí tienen consecuencias en el desarrollo de la vida. No es eso lo que niego, sino la creencia (porque en el fondo, el conformismo y el sometimiento también son actos de fe) de que son las circunstancias lo que determinan el sentido, significado y evolución ulteriores de la vida misma.

Y en esa idea, el tipo de pensamiento al que me refería, acerca de 'la muerte en vida' como una afirmación personal de negación de uno mismo, pienso que cobra una relevancia fundamental. Quienes quieran conservar su vida, se dijo, la perderán. Y en esta situación, estas palabras han cobrado un impacto al que no estaba acostumbrado. Porque, la lectura de una invitación a perder la vida propia, siempre puede resultar extraña a pesar de que se siga aceptando. Precisamente, somos expertos en desenvolvernos en nuestros contextos de manera que tendamos siempre a ocupar el lugar central. Pero asumir esa invitación, llegar a la convicción y a la conciencia de que la vida no es una posesión, un objeto o un servicio del que disfrutar, o un derrotero por el que sufrir y lamentarse, asumir que la vida en sí misma no es propia de uno mismo, es un ejercicio de fe. Fe, no en las circunstancias. Si se tratase de ellas, ¿por qué íbamos a aceptar esa invitación aparentemente siniestra? ¿Quién se sacrifica por unas circunstancias? Realmente muchos. Pero, ¿qué que sacrificando por las circunstancias, haya comprendido el valor reducida de estas y su inexactitud en cuanto a la determinación de la vida, recomienda o exige a otros que se sacrifiquen también por sus circunstancias?

Ciertamente sería arrogante si afirmase que he llegado a comprender en su plenitud aquello que se dijo, quienes quieran conservar su vida, la perderán. Y no creo que sea una afirmación que espere un entendimiento absoluto como reacción. Creo que es una afirmación que exige, ante todo compromiso. Compromiso para un sacrificio, no por las circunstancias, sino por una promesa que apela a la dignidad del ser humano, a la dimensión holística de su ser, el cual es de carácter temporal, y a su condición miserable y carente, necesitada de ser restaurada. Nunca imaginé que perder la vida tendría un significado de tanta ganancia para mí. Nunca imaginé que una invitación que se basa en remarcar mi insignificancia, estaría acompañada de una promesa tan inquebrantable.

lunes, 6 de abril de 2020

Reflexiones desde el confinamiento (III)

Me pregunto si el tiempo tiene el mismo valor, ocupa la misma medida que le asignamos habitualmente, en un momento de crisis, tanto a nivel individual como colectivo. Me pregunto si dura lo mismo un día de aburrida y transitoria rutina, que un miércoles de confinamiento, de suspensión de las labores habituales, de aparente desconocimiento respecto a aquello con lo que se van a ocupar las diferentes franjas de tiempo en las que limitamos los días.

"Cuestión de sensaciones", podría decirme alguien. Y, en parte tendría razón. El paso del tiempo, además de ser una realidad patente en nuestras vidas, también es una sensación. Se ralentiza en las actividades que se relacionan con lo obligado. Se acelera en los momentos que aluden al disfrute y al placer. Se detiene por completo, y dolorosamente, ante la preocupación y lo sobrevenido e inesperado de la muerte, la pérdida. Pero no puedo referirme aquí a la sensación del paso del tiempo porque podría concluir con esta afirmación; para una persona que, en estos momentos, está siendo víctima de abusos y violencias, de opresión y de negación de su condición humana innegable, el tiempo está siendo mucho más lento que para mí, con mi confinamiento, mi trabajo a distancia y todo lo que se quiera añadir en el marco de mi situación.

Así que, no puedo referirme a la sensación de paso del tiempo, porque lo responsable y lo sensible, pienso, hubiese sido haber dejado de escribir ya. ¿Lo ves? Sigo haciéndolo. Mi pregunta está enfocada a comprobar si de alguna manera, el tiempo que se acumula en esa medida llamada día, varía más allá de la sensación que suscitan las circunstancias. Si varían en función de la realidad que se afronta en el momento de vivir ese día. Pero, ¿cómo saber si el día del vecino que sale al balcón y grita que se aburre, es en verdad diferente (en su carácter temporal) de otro día en el que va a estudiar o a trabajar con normalidad? ¿Cómo saber que su lamento no se corresponde precisamente con la sensación agravada por el confinamiento?

Esto me lleva también a preguntarme cómo el tiempo (o la sensación del tiempo) altera también la demostración de valores, creencias, emociones. En definitiva, todo lo que diríamos que configura nuestro carácter. ¿Son las muestras de solidaridad que pueden verse estos días extemporáneas, o responden estrictamente a la situación? ¿Habrá aplausos para quienes pasan desapercibidos habitualmente, cuando todo esto pase? ¿Y lloro por las residencias abandonadas a su suerte? Claro que siempre habrá gestos minoritarios, pero a lo que me refiero aquí, la percepción de estos días, es a esa recuperación del sentido de cuidado colectivo que debería ser implícito en toda sociedad.

Nuestros esfuerzos por generar esperanzas momentáneas y 'situacionales' necesitan la correspondencia de un consuelo de carácter eterno. Porque, en días en los que la muerte es tan patente, se hace también igual de evidente que el carácter de la mente humana no tiene una impronta transitoria, a pesar de la conciencia de su efímera condición física. Y con esa realidad eterna de fondo, gritando en el marco de nuestras creaciones literarias, de nuestros sufrimientos, de nuestras muestras de amor y gratitud, la idea de que la medida del tiempo no puede depender de cómo se percibe su paso, cobra un realismo incontestable. Así también, desde la honestidad, se debe percibir la necesidad de un consuelo intemporal, que siempre haya existido y que siempre vaya a existir, para los sufrimientos que ahora nos parecen derroteros de una profundidad insondable.