sábado, 27 de mayo de 2017

Viaje fragilidad

Otra vez he vuelto a quedarme dormido en el tren sin darme cuenta. No es el tren de la mañana, sino el de la tarde, el de regreso. Sucede que, de pronto, pierdo la consciencia del espacio y del tiempo, del ser en general, y desaparezco. No se a dónde voy puesto que no voy allí de manera voluntaria. Es como fuese raptado a alguna especie de estado vital desconocido de lo convencional y habitual. Como si de ser conducido por una fuerza mayor se tratase, he dejado de escuchar las críticas de las adolescentes de delante sobre alguna compañera de clase a la que odian. 

Y el tren se balancea con violencia, a veces, al cambiar de raíl. Pero yo no me despierto. Como si fuese una extensión del vagón, soy llevado de un lado para el otro y mi cabeza de giros en todas las direcciones. Hasta que la voz robótica de la megafonía me despierta anunciando mi parada, la estación de mi destino. Entonces me doy cuenta de que no hay sueños en mi viaje, tan sólo un trayecto contagiado de rutina que ha vuelto a pasar rápido, sin dejarse sujetar. Entonces, me doy cuenta de lo frágil que soy. 

En uno de los traqueteos del tren se ha borrado todo el texto, así que he decidido volver a comenzarlo. No sé si lo hago por mí mismo. Quizás es por ti. O tal vez sea esta fragilidad, que me atormenta con sus constantes intentos de expresarse a través de cualquier elemento que se halle a su alcance. La cuestión es que no creo que la fragilidad se corresponda, simplemente, con el cansancio físico y con el agotamiento emocional. Dos factores muy presentes ahora mismo en mi vida. Si fuese así, sería tan sencillo como tomarse una serie de complejos vitamínicos, para uno de los casos, o bien Prozac, para el otro. 

Hasta ahora no había pensado seriamente en la fragilidad porque estaba evaluando los miles de pedazos en los que volé al saber de mi pequeñez. Así pues, mi condición de pequeño está acompañada de la de frágil. Y no soy frágil por quedarme dormido en un tren. Considero que ni todo el volumen de vitaminas y Prozac que pudiese caber en este vagón podría siquiera ayudara sopesar la fragilidad tal como la estoy planteando. Y mi planteamiento es más profundo que las dimensiones física y mental/emocional. Me refiero a ese (no estoy seguro de escribirlo en singular) aspecto del ser que trasciende más allá de que me quede dormido en un tren, rendido, sin saber cómo. Porque no es la extenuación corporal que pueda sentir, ni el abanico de emociones que se abre cada mañana ante mí y mi bol de muesli con leche, los que provocan que a veces abra los brazos para dejar que el aire me lleve durante el trayecto. Y esto, no como algo positivo, sino como todo lo negativa que puede resultar la imagen de alguien entregándose a su vencimiento. 

Es, más bien, esa fragilidad trascendente la que me quiebra y me muele como a un hueso ya pasado, la que abre mis brazos y luego me hace mirar abajo del acantilado. Es, incluso, la extrae la faceta más minúscula de mi pequeñez. 

No tengo conclusión para estas líneas. Tan sólo sé que mi viaje sigue su paso, con trayectos que marchan y desaparecen, y yo duermo. Duermo desde el momento en el que me pierdo y hasta que fiel voz robótica de la megafonía tiene a bien despertarme. Duermo pero no hay sueños. 

sábado, 20 de mayo de 2017

Esto no trata de mí

Me anegan mis pensamientos. Me siento débil ante la constante sujeción a la variabilidad de mi mente. No creo que sea algo sumamente complejo de entender. Sé que soy más sencillo. Un dado, siempre dispuesto a rodar, más que el cubo de Rubbik, tan aparentemente combinable pero estático en su disposición. Me distraen sus colores, más que su nivel de dificultad. Igual que la era descuidada que veo cada mañana desde la ventana del tren, en lugar de algún edificio comunitario con piscina. Aún no sé si del todo, pero creo haber comenzado a asimilar que esto no trata de mí.

Las cosas se ven inmensas cuando se contemplan desde lo minúsculo de la propia pequeñez. Desde ese punto de vista, los discursos grandilocuentes y las aseveraciones extremas irritan, enfadan, indignan. Porque no pueden la grandeza y la pequeñez no pueden cohabitar en el mismo espacio. No por una simple incompatibilidad, sino por la reacción que puede generar el hecho de juntar a dos fuerzas tan infinitamente opuestas. Por un lado, la grandeza tratará de absorberlo todo a su alrededor y destruirá lo que no sea capaz de incorporar a sí. La pequeñez, en cambio, implica la destrucción de la grandeza. Una explosión de miles de pedazos que se esparcen por el espacio en cuestión.

No puedo describir el momento exacto en que vi mis pedazos comenzaron a volar y alejarse. Ha habido muchas cosas que han influido ene ello. Para empezar, un constantemente reconocimiento de Jesús y su carácter. Por ende, del contexto que me rodea y las personas que habitan en él. E incluso de lo desconocido y simplemente imaginado. Y de repente comencé a sentirme pequeño. No sé explicar el motivo. Pequeño hasta el hecho de sentirme ínfimo. Cuidado. No estoy hablando de desprecio o de aniquilación de autoestima. Tan sólo hablo de reconocimiento. De esa pausa necesaria en el trayecto en la que, inesperadamente, se haya una fuente de respuestas a preguntas que, quizás, ni siquiera me había planteado. Así que, en ese momento, considero justo tener que preguntarme por qué debo empequeñecerme. O también, por qué consentí el engrandecerme. 

Después de ver desvanecida por completo la grandeza que uno se había construido o que tan siquiera había imaginado, bien a través de objetos o de determinadas situaciones, tan sólo queda comprender que esto no trata de uno mismo. Que todas las historias, todos los cosmos independientes que constituyen cada persona son demasiado complejos para no contemplarlos y eludirlos (absorberlos), como se actúa desde la grandeza. Por lo tanto, la observación sólo se puede llevar a cabo desde lo pequeño. Desde la visión de que en medio de toda esta heterogeneidad, esto no puede tratar de mí. Que la Tierra, con sus complejidades, y lo que popularmente llamamos ‘vida’, no puede basarse en mi pequeñez.

Y no se trata de resolver ahora de qué o de quién trata esto. Al fin y al cabo estoy expresándome en un texto del que difícilmente se recogerá algún comentario y yo no hablo sólo. En cualquier caso, ya he manifestado mi motivo. Pero lo que realmente quería compartir es lo grande que resulta descubrirse pequeño. Lo marcadamente sentido que es comprender que ‘esto’ no trata de mí. Creo que todo ‘esto’ es un bello e inmenso colectivo de pequeñeces.

lunes, 1 de mayo de 2017

Avijit

Hace apenas una semana lo vi por primera vez. Vi a Avijit. El contexto es sencillo. Llevábamos tiempo sin ver un documental y contaminándonos con series y películas. Con ficción en general. Verdaderamente me apasiona descubrir historias, incluso aún cuando no son reales. Pero siento que te acaban destrozando y uno se convierte en un conjunto de referencias y citas a momentos que no han existido. Pues eso. Aquella noche Diana, mi mujer, tuvo a bien insistir en ver un documental. Yo sentía la habitual apatía que me caracteriza cuando bajo del tren que me lleva a mi casa cada noche. 

Quizás la apatía sea, a veces, el terreno óptimo para dar lugar a experiencias que generarán un cambio en nuestra manera relación con la realidad. Sólo sé que aquella noche nos sentamos a cenar con el documental Born into the brothels. Y ha venido a ser una experiencia de cambio. Un choque para lo que defino como "mi realidad". Ahí es donde vi a Avijit. Un niño que juega con una cámara de fotos en el marco de un destino fatalista y condenado. Pero esto no es una crítica sobre el documental. Por ahora, he dejado de escribir cosas que crea que pueden tener un cierto sentido literario y colectivo. Puede que explique los motivos en otra ocasión, cuando yo mismo me aclare también al respecto. Así que ahora me dedico a explicar como me siento, la futilidad de mis emociones. Todo lo que me impacta y sorprende. 

Y ahí aparece Avijit. Un niño de unos ocho años, qué sé yo, que habla sobre la falta de esperanza en el entorno en el que se encuentra. El primer pensamiento que recibo es el de la madurez. Después, Diana me hace recordar que ningún niño debería ser lo suficiente maduro a esa edad como para hablar de esperanza. Es obvio que hay una carencia importante en la infancia de Avijit. Y no me refiero simplemente a los recursos. Desde entonces no he dejado de preguntarme qué es lo que lleva a un niño de ocho años a hablar de esperanza y a reconocer su falta en el entorno en el que se está criando. 

Sé que mi falta de respuestas a esta pregunta es sintomática. Mi infancia ha sido feliz y despreocupada y no puedo llegar a comprender íntegramente la vivencia de Avijit. ¿Pero no debería bastar con el deseo y la voluntad de empatizar? Me he dado cuenta de que la única forma de establecer un vínculo directo con el dolor ajeno es experimentándolo al mismo nivel que lo ha hecho la otra persona. Lo cual es imposible, porque nunca conoceremos a todos los seres vivos de este planeta ni sus situaciones. Pero el mundo es una persona, y una persona es el mundo. 

Y mientras escribo esto y vuelvo a pensar en Avijit me doy cuenta de que no tiene sentido lo que estoy planteando porque si todos tuviéramos que cargar con el sufrimiento de todos el mundo sería simplemente un lugar de sufrimiento. Entonces me acuerdo de otra niña que aparece en el documental, Suchitra. Hay un instante de la secuencia en el que Suchitra habla de lo dolorsa que es la vida y lo cargada de sufrimiento que está. Si las palabras de Avijit mantienen mi pensamiento hipotecado por ahora, sé que mi deuda con lo que dice Suchitra persistirá para siempre. ¿Cómo podré yo llegar a comprender a esa niña que friega cazos en una casa del barrio rojo de Calcuta y que, de repente, ante una cámara, afirma que la vida es dolor y sufrimiento? 

No creo que sea algo repentino, fugaz. Tampoco es una cuestión de madurez o precocidad. Sencillamente, Suchitra está siendo el vehículo que transmite esa verdad de tal magnitud. Que, ciertamente, la vida es dolor y sufrimiento. No dificultad y lucha. Dolor y sufrimiento. Y de una magnitud y complejidad inmensas. Porque todo esto, esta vida, no trata de nada más que de Avijit y de Suchitra.