domingo, 8 de diciembre de 2019

Las malas noches

Hay noches en las que uno se pregunta si la luna, al igual que uno mismo, tampoco duerme y piensa, o simplemente vela. Luego parece plácidamente dormida y ajena. Entonces, uno se pregunta si esta solo en la noche con sus pensamientos, si la noche le pertenece o si ha sido absorbido por ella, por su actividad de baja intensidad y su luminiscencia para, sencillamente, no descansar.

Y no es que uno duerma mal. Supongo que hay cansancios que hacen tambalear hasta el mismo centro de la existencia personal. Pero, ¿qué pared hay entre la noche y el día? ¿Qué puede contener todo ese flujo de pensamientos enfocados en lo que ha quedado por hacer y lo pendiente, las grandes ideas de novelas y planes de futuro? Todo cae en la apariencia de los sueños, que alivian cargas o las agravan durante unas horas, pero que no pueden conducir más que al comienzo de una nueva etapa de realidad estructurada.

Pero, como decía, no es que uno piense en el dormir. Se trata de lo que representa esa noche como alcance del día, como el lugar al que uno va a parar, en soledad, con todos los pensamientos, los errores, los propósitos inalcanzados, para afrontarlos. Y al hacerlo se acentúa el carácter solitario de todo ello, que el paso de los años y de las decepciones y de las heridas van aislándolo a uno, y lo convierten en una especie de lágrima sola que rueda por la mejilla, se retuerce en el relieve labial y se encamina hacia el despeñadero del mentón.

Quizás, por enfocar así las noches, uno las percibe, a veces, con resignación y una cierta doblez. Y, pudiera ser, así nazca esa solitud, que se impone ante el cariz de carga que va tomando la rutina. Pero, al final, uno va a parar al sentido que tiene de sí mismo. Qué es lo que uno percibe en sí mismo, en su constante interacción con el tiempo, la vida y el mundo, que lo conduce ante la noche y ante la luna, que no sabe si duerme o vela, con el agravante de soledad.

He olvidado que soy pequeño. He olvidado lo minúsculo que llego a ser, porque es lo que he sido siempre, desde el principio, ante el poder que despliega el día y la noche frente a mí y que confiere a mi ser un carácter eterno. He olvidado lo pequeños, lo mínimos que son esos pensamientos con los que juzgo si una noche es buena o mala. He olvidado que no es una cuestión de soledades y resignaciones, y que solamente en esa pequeñez, lo eterno puede afectarle a uno.

lunes, 13 de mayo de 2019

El último

En la calle, carteles electorales enganchados unos sobre otros. No se ocultan lemas y rostros, sino identidades. No es poesía visual del espacio urbano, ni la simple idea de que "la política es así". Es un reflejo de una sociedad que entiende la victoria como algo que oculta, pisotea y hace desaparecer lo otro, lo que pierde, lo derrotado. La democracia de la competencia, y no de las ideas, sino de los alter egos. 

¡Es tan difícil crecer comprendiendo las implicaciones de ser el último en este contexto! Precisamente por eso, porque cuando se es el último no se es nada. Se ha desaparecido. En la calle un joven arrastra un carro de supermercado y a mí la visión me resulta como la de un fantasma, porque parece invisible a todo lo que le rodea. Me pregunto si alguien se detiene a pensar en que está metiendo la cabeza en un contenedor y en porqué lo hace. Cuando acaba de buscar lo que sea que busque, vuelve a pasar entre los cuerpos que caminan rápido a su alrededor, o que pasan de largo hablando por teléfono.

Qué extraña es la sensación de la soledad en un mundo más poblado que nunca antes. Cuánto pesa ese silencio en medio de la rutina de la ciudad, de su ir y venir, observándolo todo y no pudiendo compartir una voz de angustia o de alegría, una voz de paz o de necesidad por todo lo que inquieta. Como inaccesibles fortalezas nos presentamos los unos a los otros, las personas en general, al cruzarnos por la calle, con nuestras miradas, y nuestros silencios. Con esa forzada capacidad de ignorarlo todo alrededor y dejar que nos lleve el viento, pero al mismo tiempo dedicando todo esfuerzo para que esa dirección sea todo lo opuesta posible a la posición del último.

Porque, ¿qué es ser último? ¿Cómo se concilia la renuncia voluntaria con un contexto tan marcadamente decidido a apostar por el bien propio? ¿Qué hay de la preocupación sobre a dónde van a parar todo esos pensamientos que no quedan plasmados en redes sociales o en un libro, en las palabras o en una representación específica? Trato de someterme constantemente a esa acción externa que sí puede hacerlo, que los últimos sean primeros, y en el intento hay momentos que me siento arder, flaquear y caer, resurgir con poder.

No hay nada que pueda llegar a engañarme, nada que pueda confundir mi identidad. Y es que he nacido para ser el último. Yo, que creía poder aferrarme a un círculo de comodidad perpetua, que tenía miedo de perder y desaparecer, que desconocía los matices del sacrificio, desde el dolor de la verdad y una reflexión existencial que pasa por la soledad, asumo ese llamado a la entrega, a la desposesión del propio ser. Porque ese es el único camino que conduce a una identidad renovada, idónea aunque no deseada, ser el último.