domingo, 22 de marzo de 2020

Reflexiones desde el confinamiento (II)

Si hay un pensamiento que regresa constantemente a mi mente estos días es el de la idea de la fragilidad. No me refiero a las características que concretan y matizan la fragilidad. Porque, ¿cómo expresar la fragilidad de un niño en un campo de trabajo, si de mi infancia solo puedo recordar felicidad y cuidados? ¿O cómo referirme a la fragilidad de alguien reclutado a la fuerza para combatir en otra guerra sin sentido, si mis horrores nunca me han despertado en la noche? ¿Cómo tratar siquiera de describir la fragilidad de un creyente hostigado por su fe, si gran parte de mis recuerdos existen a la luz de salmos cantados? ¿Cómo pensar en una líneas sobre la fragilidad de la persona traficada, maltratada, desempleada, si todas ellas son para mí realidades ajenas, cuyo contacto se limita a una película o un documental?

No puedo pensar en los matices de la fragilidad, porque entonces debería dejar de escribir ahora. Me lo exijo a mí mismo. Pero sí pienso constantemente en estos días en la fragilidad como una condición innata en cada ser humano. Por supuesto, este pensamiento se ve agudizado por la situación de un confinamiento decretado y por una amenaza a la salud que es patente. Pero, quizá por la marcada extrañeza de estos días, no me ha costado mucho trabajo poner este pensamiento en una perspectiva más grande, aunque no ulterior. Seguro que puede agrandarse mucho más y, de hecho, es lo que en cierta manera espera uno de sus vivencias: que la perspectiva en la que se sitúan los pensamientos y las experiencias, abarque un espacio cada vez más grande. Y esto no es ambición, sino inconformismo a ese carácter de seres diminutos que nos acompañará siempre.

Hemos tardado minutos, horas, días en grabar videoparodias, crear imágenes con lemas de superación y ánimo y componer canciones emotivas que remarcan la gravedad del momento y, una vez más, nuestros deseos de aferrarnos a lo que consideramos valioso y de derrotar aquello que se nos aparece como una presencia amenazadora. Y todo ello me ha hecho pensar, más a menudo en estos días, en lo frágiles que somos. Frágiles piezas de porcelana con la necesidad de escuchar constantemente un eco de su existencia que confirme su presencia en estas rutinas nuevas y poco habituales.

Y me pregunto el porqué de esa fragilidad que nos caracteriza siempre, en cualquier circunstancia. Todavía más, cuál es su sentido. ¿Qué sentido tiene que yo me reconozca a mí mismo frágil, sin la necesidad de que este sentimiento se vea agudizado por una guerra, la esclavitud, un recuerdo traumático o la percepción de una hostilidad constante? Lo cierto es que comienzo a pensar que esta condición de fragilidad, aunque resaltada por la circunstancia de no poder dar un paseo a la luz del sol, o de tomar un té en una terraza, o volver a entrar en la librería de la esquina, es una especie de altavoz por el que resuena parte del eco de una existencia que no se puede limitar exclusivamente a este momento, a esta vida. Esta fragilidad, como inquietud patente ante lo desconocido, como visión exagerada de la debilidad personal ante lo que puede depararnos, al fin y al cabo, esta vida, me lleva a la conclusión de que realmente esto es una etapa temporal, efímera, de una existencia de carácter eterno.

La fragilidad también me hace pensar en el valor conferido a las cosas, y si ésta no se ve agudizada en circunstancias como estas precisamente por eso; porque al pan no lo hemos llamado pan, sino el alma del gourmet catalizador de placeres memorables, y al vino no lo hemos tratado como a vino, sino como a caldo del Olimpo. ¿Se ha visto nuestra condición de frágiles agudizada por nuestra relación con elementos realmente frágiles? Somos una frágil pieza de porcelana; como la flor que se empapa de vida en el rocío de la mañana, pero en la tarde ya se ha secado.