martes, 6 de diciembre de 2016

No hay mundo para el invisible

Ciertamente no lo hay. Este mundo no ha comprendido ni respetado la invisibilidad. La ha convertido en una de sus muchas extrañezas a las que mirar con ojos extraños. Una suerte de sorpresa falseada con la que justificar el alejamiento de quienes no siguen la convencionalidad sistémica, la hipocresía del positivismo estético, utilizado para justificar lo injustificable a nivel individual y hacer perdurar este machismo ideológico, en el que mostrar los sentimientos lo hace a uno débil, vulnerable. 

La solución propuesta para la invisibilidad es la fustigación de su marginalidad, el aprovechamiento de sus espacios para generarle una extenuación física y emocionalmente insoportables. Se convierte a los seres invisibles en una élite social que busca voluntariamente la incomprensión para obtener, así, un lugar, un espacio en el que cohabitar con el resto de élites e, incluso, promocionarse. El estigma de una clase de personas que esconden cierta mística y se aprovechan de ella para satisfacer sus personalismos. 

El senderista que tan sólo busca perderse en la lejanía. La esforzada agricultura que sale a labrar su parcela incluso cuando a lo lejos ya se ven las banderas de Repsol. El periodista que llora de impotencia en el camerino, justo antes de su exhibición. La esclava raptada y enviada lejos de su país, de su familia, de lo que siempre había imaginado. El ciego Bartimeo, sentado en el camino de su ceguera. ¿No son todos ellos y ellas el invisible incomprendido, marginado hasta la extenuación, fustigado por lo establecido? ¿Y qué espacio poseen? No el que ocupan. Ese no. Ahí se les ha arrojado, como a una cárcel. 

La pantalla nos destruye. Lenta, cruel y dolorosamente. Nos aboca a una necesidad insaciable de reconstruirnos, de recargar nuestros seres deshumanizando y desplazando el sentimiento, la emoción en nuestras relaciones y también en nuestras capacidades de comprensión. La invisibilidad no puede tener cabida en el mundo de las luces led, los plasmas y las retinas de más de cinco pulgadas. Por lo tanto se la despide. Se la convierte en inexistencia, tan sólo porque no se puede observar, y el voyeurismo está de moda. Tan sólo porque no se puede controlar, y el positivismo falso e impuesto no se puede desarrollar sin la sensación de control sobre todo el entorno. Tan sólo porque no se puede comprender y, por lo tanto, merece la extrañeza. Como poco. 

¿Qué hay, pues, para el invisible aquí? Todo el espacio que una pantalla pueda ofrecer. Eso sí, a gusto del consumidor. ¡Ah! Esta, nuestra libertad. Sin duda, creo que la poca luz que nos queda como civilización se encuentra en esa invisibilidad. Incluso estas líneas están escritas desde y para la pantalla. Desaparezco.