sábado, 27 de enero de 2018

Abstracción No.1

Nunca me fijo en el dibujo de las cortinas de mi casa. Tan sólo observo las líneas que dibuja la luz del sol en una textura fina y rugosa, al mismo tiempo. A veces, tengo la sensación de que esconden la esencia de una ciudad oculta, llena de rascacielos, donde el tráfico es infernal y la gente, con sus problemas, se cruza por la calle sin mirarse. Sin tan siquiera detenerse a mirar la proyección de su ciudad en las cortinas de mi casa e imaginar allí remotos mundos.

Si ellos, los habitantes de esa otra ciudad, contemplasen cómo su huella, las luces encendidas a medianoche, el humo saliendo por los conductos de ventilación, el olor a pescado rebozado, alcanza a reflejarse en el cielo de mi casa, quizás, al acercarme a las cortinas vería algo más allá de la típica terraza decorada con plantas de interior y con una lavadora de trapos recién tendida.

Ahora el brillo de la luz me hace cerrar los ojos y pierdo de vista la terraza. Y pierdo de vista la ciudad. Y entonces siento que no hay vacío, sino un espacio concedido para crear. Me pregunto si la mera observación no será ya en sí misma una creación. Si podría componer una canción con la monotonía del reloj de la habitación de al lado. Si me quedaría dormido en medio del ruido de la ciudad a la que observo desde las cortinas de mi casa.

De repente me doy cuenta de que me he adaptado a ver en la oscuridad. De que, a veces, la noche me produce más calor que todo un día. Y a escuchar en soledad, sin alcanzar todavía a oír todo el ruido que zumba en mi mente. Me pregunto si encajaría bien en la ciudad de las cortinas de mi casa, o tan sólo sería otro habitante más que va y viene y se cruza con alguien y no le mira.

Quizás mi sombra encajaría bien en ese lugar. Ella no está expuesta a la responsabilidad de una realidad determinada. Vaga por donde quiere y no depende ni siquiera de mí. El otro día la vi. El sol se colaba por una ventana pequeña y apareció en la pared del otro lado. Esa desconocida a la que no me queda otro remedio que mirar, en busca de alguna similitud. En busca de alguna referencia a mí.

sábado, 20 de enero de 2018

Gadareno

Hay un hombre que vive en mi barrio. A veces le veo y otras no. Y cuando no le veo tengo la sensación de que el tiempo se ralentiza y tengo que esperar mucho para volver a verle. Me gusta verle. Encontrarlo por la calle y comprobar que está bien. No sé su nombre. No sé nada de él y cuando nos cruzamos nunca nos miramos. Pero cuando a veces le escucho gritar por las noches en la calle a la que da la pequeña terraza de mi habitación, no puedo evitar alegrarme al volverle a escuchar.

Me pregunto si estaré siendo insensible o egoísta al pensar así. Me pregunto si esa sensación de alegría no forma parte de mi anhelo de seguridad y de mis estructuras de comodidad y me ciega la sensibilidad ante mi entorno, ante el sufrimiento que me rodea. Porque el hombre grita. Bueno, habla. Pero su habla son diálogos con nadie más que él y gritando. Pienso en todas las personas del vecindario que debemos oírle. Y no hay nadie que le escuche. Me pregunto si él se dará cuenta de ello. 

Suele moverse dando círculos a las manzanas de la zona. Círculos porque los contenedores están en las esquinas. Empuja un carrito. Abre el contenedor. Mete la cabeza dentro. Unas veces saca algo y lo guarda en el carro. Otras veces no saca nada y sigue caminando. El otro día iba a cruzar un paso de cebra con el semáforo en rojo y una moto le pitó. Agradecía que el motorista no levantase las manos ni insultase. Y que tampoco prolongase el ruido por más de unos segundos. El hombre se detuvo y continuó hablando. Gritando. Él sólo. Me pregunto si creyó que la persona de la moto les estaba correspondiendo de alguna manera. Me pregunto si se sintió correspondido en su diálogo sin receptor. 

¿Puede darse tal sonoridad sin que sea escuchada? ¿Y si eso que yo juzgo como diálogo sin sentido y sin receptor resulta ser un grito de desesperación, un clamor que pide ayuda y tan sólo recibe silencio, o el pito de una moto? No sé hasta qué punto soy deudor de unas palabras, un mero gesto de atención con él. ¿Y si soy yo el encadenado que vaga por sepulcros y no él? Por muchas veces que piense en la escena de Gadara siento que no hago más que vagar por la superficie. Me pregunto si con él también estaré vagando por alguna especie de superficie que me dejar de observarle desde una distancia prudente. Me pregunto qué autoridad tengo para acercarme a él. Me pregunto si sufre y si su sufrimiento es un reflejo de tantas personas que, como yo, estamos oyendo sin escuchar, observando sin ver, siendo testigos de algo mucho más trascendental que lo que se puede atestiguar.


domingo, 7 de enero de 2018

Fluye

¿Acaso puedo controlar el retroceso de las olas? Ni siquiera me he parado a intentarlo. Pienso en el carácter de esta vida. Si no es como una ola. Y detesto pensar algo así. Y detesto recurrir a metáforas tan típicas e inútiles, porque nada de esto tiene que ver con una de esas olas que van y vuelven en el mar. Para empezar, no somos el mar. ¿A qué compararíamos el sufrimiento? ¿A la espuma de una de esas olas? ¿Y qué hay cuando rompen con las rocas de la orilla y estallan en mil pedazos de gotas todavía más pequeñas que el pedazo en sí?

No hay comparación. No hay metáfora, aquí. Todo es un esfuerzo por volver a hablar del sufrimiento. Me pregunto si, quizás, lo que genéricamente hemos denominado alegría no será otra forma, menos agresiva, más placentera, totalmente disimulada por otros condicionantes, de sufrimiento. Quiero decir, cuando apenas has comenzado a ver algo del sol, por muy poco que sea, ¿no aparecen nuevas torres y murallas alrededor, o dentro, de tu propio terreno? Y dale con la metáfora. Tan innecesaria como precocinada. Tan retocada como artificial. El texto lo nota. Me lo repite siempre. Y no le hago caso.

Fluye. Ni todo es un extremo de sufrimiento que te conduce incluso a perder la noción de la sensibilidad y te improvisa en una nueva persona, ni nada es el otro extremo, el de una ausencia total de sufrimiento, que acaba con el desarrollo de todo empatía. Sencillamente fluye. Una aguja baila en el tiempo y la torre que ayer te hacía sombra hoy se cae. Pero al darte la vuelta, se ha levantado otro muro. ¿Y entre todo ello no hay felicidad? (si la entendemos como nuestra visión de la superación del sufrimiento o de la inexistencia de éste mismo, lo cual acabo de escribir que nada es así).

Una gota de agua. Después de recordar lo minúsculo que llego a ser en todo esto, veo que puedo ser lanzado, zambullido,troceado contra rocas, absorbido por arena, como una gota de agua. Porque fluyo. Lo que una vez imaginé como infinito ha resultado lo más transitorio de la transición. Lo que creí que no acabaría, ahora lo siento lejano, distante, sin ningún poder sobre mí, y toda su fuerza se ha desvanecido. Y del cadáver de aquello que me atrapaba nace algo tan bello como la expectación. La espera, prudente pero decidida, de ver qué nuevo trocito del horizonte me es revelado.