jueves, 24 de marzo de 2016

La humillación

La humillación es vida. Creo que no hay otra acción que la de humillarse que puedaotorgar mayor grado o nivel de vida a nuestros actos, palabras, pensamientos o deseos. No se trata de la distorsión que hemos creado del concepto, elevando a primera acepción de la palabra el significado que hace referencia al hecho de humillar como algo que denigra, embrutece o minusvalora la dignidad ajena. Muy por el contrario, me refiero a esa versión de la palabra que se suele utilizar como sinónimo de sometimiento, pero a la que yo encuentro una mayor relación con el amor. 

El amor en su máxima práctica. ¿Qué podría ser, si no, el hecho de humillarse ante la otroriedad? Algo completamente puro, superior a lo superfluo y, por lo tanto a la visión que se puede desarrollar en la mayoría de ocasiones. En la humillación encuentro el amor con su valentía correspondiente; el amor con su misericordia; el amor con su sensibilidad. El amor con su principal esencia: apartarse, desaparecer, ceder, entregarse, renunciar a la ostentación de la prioridad para continuar amando desde otro lugar que pueda corresponderle. No creo que en estos momentos haya comprensión social para entender este tipo de amor y, aún más, desarrollarlo. No creo, si quiera, que la haya habido nunca. 

¿Y en cuánto al proceso de comprensión y aceptación de esta humillación? Si intentase escribirlo aquí estaría siendo un hipócrita porque en lugar de humillarme ante quien lea estas líneas, estaría intentando elevarme por encima suyo como una especie de gurú que ya ha alcanzado dicho nivel. ¡Cuán lejos estoy de ello! ¡Y cuán necesitado de humillarme llego a estar! Quizás no alcance a comprender ni a conocer cuánto en concreto. 

Si escribo estas escasas líneas sobre la humillación es gracias a Jesús. Cuando todo aprieta alrededor y la rutina alcanza extremos insondables, algunos de los entornos más cercanos a mí comienzan a viciarse y comeinzo a sentir rabia, ira, odio; cuando asoma la oportunidad de justificar mi autoengaño, mi teatro de arrogancias y soberbias, el lugar donde dar libertad desenfrenada a mi ego; entonces ahí aparece Jesús, lavando los pies de los apóstoles, callando ante Caifás, amando al joven rico. Su testimonio. Su amor. Su entrega. Su cruz. Su humillación. 

Y yo me asombro. Sin palabras para poder explicarlo, me descubro cayendo de rodillas ante todo ello. Y lloro. Y me apeno, porque sólo entonces empiezo a conocer mi necesidad de humillarme. De amar, de renunciar, de entregar. Sin límites. Sin ritos ni ninguna religiosidad que pueda estremecer el espíritu. Tan sólo él, Jesús. Y yo ante él. Pequeño, pero a la verdad grande. Acabado, pero justo recién comenzado. Humillado, pero vivo. Y vivo en amor.

sábado, 12 de marzo de 2016

La otroriedad

Ni tan siquiera el mundo, con toda su complejidad y todas sus posibilidades de acción, puede equipararse a los distintos (sub)mundos que conformamos todos y cada uno de nosotros. Nos somos lo que hacemos. No somos quienes realmente creemos ser. Tampoco somos lo que creemos, nuestros ideales o lo que imaginamos que nos gustaría convertirnos. Somos una irremediable mezcla de todo ello. Nos define nuestra esencia como seres, es decir nuestro carácter, nuestros valores y la potencia con la que estamos arraigados a ellos. Pero también somos producto de la situación que vivimos, de todos y cada uno de los elementos que nos rodean. Y, como no, de lo que esperamos transmitir. Todo ello sombras a nuestra torpe y aparente mirada, la cual crea escudos de carne, murallas de piel, tras las que ocultar todo lo demás. Lo que realmente (o no, eso depende de cada uno), importa. 

Por ello se me antoja la siguiente pregunta: Y es que sabiendo esto, ¿qué otra actitud posible hay ante la otra persona, el otro ser, la otroriedad? Pienso que únicamente la humildad y la prudencia que deberían acompañar siempre al desconocimiento. De esta manera, quizás, generaríamos un grado mayor de accesibilidad común. Al menos, superior al que ahora percibo, que solamente busca acompañarse de ornamentos lingüísticos, de una gestualidad superflua y de palabras vacías. Es necesario trabajar las relaciones humanas desde una óptica diferente a la que se ha practicado hasta ahora. Y creo que esa óptica es la otroriedad. 

Y lo creo convencido. Sumido en mi particular conjunto de egoísmos propios, en mi erróneamente infranqueable concepción de la realidad de la vida, en la fragilidad de mis debilidades y el envite de mis fortalezas. No se trata de dotar, porque entonces estaríamos autoconvirtiéndonos en jueces sin potestad alguna más que nuestro propio deseo, sino de reconocer el valor de lo externo al ego y rehuir de cualquier motivación y argumentación a favor de el enaltecimiento o la humillación. Y más allá de esto, de buscar el sufrimiento de ese ser externo hasta el punto de compartirlo. Y con el sufrimiento, el resto de sus emociones que pueda expresar en distintas situaciones. 

No es simplemente el ponernos en lugar de la otra persona. Esto no deja de ser otra forma más de egoísmo porque tan sólo nos imaginamos a nosotros experimentando esa emoción. Sólo es útil para comprender, pero no para acompañar y ser. No para crear 'otroriedad'. Esta otroriedad tan sólo es posible cuando descendemos de nuestra supuesta autocomplacencia y nos disponemos junto a la otra persona, comprendiéndola, sufriéndola, amándola. Creo que no somos figuras independientes ubicadas en un espacio común para crear una vida colectiva en apariencia, sino que somos seres con una voluntad nata colectiva, dispuestos en un espacio común para encontrar la riqueza, el poder, lo alto y lo profundo en el conocimiento y la vivencia de los otros y las otras.