viernes, 23 de febrero de 2018

Lo más bonito que he pensado hoy

No tenía pensado recibir visitas hoy. Supongo que no se puede detener una inundación. Que simplemente llega y te ocupa. Transforma todo tu ser. Tu ojo mira de diferente manera y en la cabeza sientes el aroma a esa infusión que tanto te gusta. Incluso cuando ignoras el tiempo de la etiqueta de la bolsa y el agua se amarga un poco. Solamente un poco. No más. Y, aún así, ese regusto amargo, ese desenlace final que te recuerda que el momento se acabó y ya no dura, suena diferente si escuchas, también, una vez inundado. 

Hoy no esperaba emocionarme con tu canción. ¿Acaso importa cuál? Simplemente has vuelto a generar música de unos pensamientos maltrechos, de una piel de cenizas que a tu sonido no se puede interrumpir. Entonces caía el sol, pero yo he visto el día más colorido. Y ya no he bajado a la calle para tumbarme junto a las hojas que se caen, porque sentía suficiente fuerza como para quedarme sujeto al árbol. En la rama de la vid que verterá su añejo en verano. O en invierno, eso no importa. 

Esta tarde no habían cerezas para mi taza de té. No me importan los sabores y el dulce me empalaga. Después odio esa sensación y me arrepiento. No eres azúcar ni eres sal. Tan sólo me vuelves a envolver entre vapores de niebla, escondido en el hueco de la roca. Tampoco lo esperaba, pero tú no miras mis relojes. Las agujas que me alejan del recuerdo y trocean mi pretensión. No importa cuál porque ahora eso también está inundado de ti. 

Siento que me castiga el no haber previsto que esto pasase. El no haberte esperado. ¿Me atormentará la ausencia que ha sido inundada? Y no tengo ningún derecho a hablar de ausencia, cuando he sido yo el que ha bajado a la calle para estirarse junto a las hojas sin preocuparse de que el viento lo arrastrase. Pero, incluso en el viento, podía escuchar el eco de tu cascada cayendo sobre mí. Erosionando la roca. Haciendo trizas las compuertas en las que había enterrado el entendimiento por miedo. Por ser irracional.

martes, 20 de febrero de 2018

Abstracción No.2

Me pregunto cómo debe sentirse el viento al ver que sus intentos de conversar fluyen entre nuestros poros de desatención social a lo invisible. Y si hay alguien que ha llegado a comprender ese sentimiento. Quizás alguien que se haya sentado enfrente de una ráfaga a preguntárselo. Personalmente, soy de los que piensan que somos aire, además de tierra. Además, suelo considerarme sensible a las invisibilidades, si es que no soy yo mismo una. Pero también es habitual en mí discrepar de mis propias consideraciones y nunca estoy seguro del momento en el que parar. De ser autocrítico.

Porque eso es algo que pesa. La invisibilidad. Al menos para mí, se ha convertido en una carga que, más allá de la evidente imposibilidad de ignorar, se hace tan tangible, tan fuerte entre mis manos (o lo que creo que son mis manos), que desconozco hasta qué punto hay una fusión entre nosotros y toda mi existencia está basada en eso. En lo invisible. Como otro intento vano por parte del viento, de establecer alguna comunicación con alguien en una mañana fría de invierno.

Tangible no es lo mismo que material. Es más, si tuviese reputación en los círculos de lingüistas del país, o generase algún tipo de influencia en la esfera pública, o (dejémonos de engaños) me acompañase el escándalo mediático y una abultada nómina me permitiese emplear mi tiempo en sutilezas sociales, entonces propondría los conceptos de tangible y material como antónimos. Porque cuando hablo de que la invisibilidad se hace tangible y fuerte entre mis manos no me estoy refiriendo al hecho de poseer algo en un momento determinado, como si ahora fuese a la cocina y cogiese una manzana del frutero.

Eso, sin duda, sería algo material. Una posesión patente y que se concreta en un uso determinado y durante un momento previsto. Por ejemplo, cada día tocamos el capitalismo, lo desenvolvemos, adornamos nuestras casas con él, lo masticamos y ya está. Una fracción de segundo. Quizás menos. Mañana es hoy y ya no hay nada. Pero yo no ejerzo poder sobre esa invisibilidad. Es una conjugación. Entiendo que mis manos no son, en ese momento, sino una metáfora. Otro elemento más en una bella referencia al acto de amor que es poder establecer algún vínculo con ese invisibilidad.

No creo que pueda decir que me gustaría ser invisible. No sé si ya lo soy. Siempre he considerado el sentido de la vista como el más susceptible de nuestros indicadores biológicos. A lo que yo llamo claroscuro puede, perfectamente, no ser más que una conversación entre ráfagas de viento. Un grito desesperado en medio de una sordera confusa que no distingue lo invisible de lo visible. Lo que es con lo que se creyó que era.