jueves, 23 de agosto de 2018

El sentido de la inexistencia

Me he dado cuenta de que necesito escapar del estado de excitación colectiva. Iba a escribir del momento, pero como no estoy seguro de cuándo y cómo poder identificar los diferentes estallidos (dramatizo) pseudosociales, por eso escribo estado, para denotar permanencia. Me refiero al ideal que se viste de gala y brillo todos los viernes por la noche, que busca crear escenas de satisfacción personal pensando en el consumidor (likes) y que eleva a catástrofe universal su observancia particular de la injusticia.

Me pregunto cuándo la voluntad conjunta (y, por tanto, lo que se considera como bueno) comenzó a concluir el capítulo de la conveniencia social. Por supuesto, hay muchos contextos y épocas, pero quiero saber cuándo el patrón de la mayoría empezó a ser normalizado por el simple hecho de ésta serlo o de creer que lo es.

Por la experiencia que he vivido hasta ahora, solamente puedo dudar de lo que se fabrica en cadena o en masa. Especialmente si es pensamiento e identidad. Porque todo acaba siendo un grito inconsistente. Un grito egoísta que quiere que se reconozca un dolor de todo el cuerpo colectivo para que, en definitiva, su propio dolor sea el reconocido y tratado. De ahí que hayan supuestos héroes y villanos archiconocidos, virales diría, de los que se citan en twitter y se imprimen sus caras en camisetas. De ahí que ese sea el ideal colectivo del heroicismo. Los mártires sociales.

Y mientras los tweets suben a la nube y colapsan el cielo (hasta oscurecer la luz que ilumina), auténticos y anonimatos individuales están plantando el árbol al que se refería Martin Luther King. Están poniendo la otra mejilla. Están siendo el lugar de refugio que tantos buscan. O están muriendo arrojados al olvido. Algo que en el otro lado de la realidad, el de los mártires sociales, no se podría ni siquiera imaginar. Las redes sociales no excusan el deseo de gloria. El afán de representar alguna cosa para el conjunto que capitula ideas y concluye tesis de carácter colectivo e irrefutable.

Tengo la sensación de que se avanza hacia la destrucción de la vida comunitarista. La desaparición de las sonrisas compartidas con alguien en la soledad, las lágrimas que no son grabadas, el sufrimiento de la injusticia que es denunciada (no utilizada). Cuando se deja paso a todo ello, el ser de uno mismo se vuelve más y más pequeño. Entonces la inexistencia cobra su sentido.

lunes, 13 de agosto de 2018

Soy una hoguera

¿Dónde están todos quienes me acusaban? Todos se han borrado, y se borran, como si en mi realidad nunca los hubiese conocido. Como si nunca hubiese habido lugar para ellos. Solamente he quedado yo mismo. La conciencia de lo que sucedió. Soy la llama que al mismo tiempo quema las fotografías viejas del pasado, pero ilumina los momentos en los que se tomaron.

Me pregunto por qué no podemos conocer mejor a las estrellas. Sólo a algunas. Las de la Vía Láctea, quizás, y escuchar si susurran por las noches, dándose cuenta de que las miramos. He aprendido que una luz no se puede esconder debajo de una mesa. Quizás ellas no sean luz, sino puro reflejo. Entonces pienso en todos mis escondites, y lo inútiles que me han resultado. Pero me asalta la duda de si soy una llama de esas que esterilizan heridas con alcohol en las películas de acción, o si soy el pábilo que humea.

¿Por qué debe ser todo tan sutil? ¿Por qué no puede haber un contacto directo con la dimensión de la realidad que tan injustamente ignoramos? Da igual. Incluso entonces, habría ignorancia, porque de todas las cosas que se pueden escoger, la ignorancia es la más rápida y común. ¿Por qué no hay fuego que consume todas nuestras dudas y soberbias?

Entonces, caigo en que soy una hoguera. Una hoguera encendida. En lo que a las personas concierne, no hay fuegos casuales. Incluso la falta de intención se ha convertido en uno de los agentes más activos y operativos que configuran nuestras escenas. Soy una hoguera que quema y duele, pero que también alumbra y calienta. Una hoguera que consume, a sí misma en primer lugar.

Cuando temo acercarme al bosque, para no incendiarlo, y mirar hacia arriba, para no contaminar el bello reflejo de luz de las estrellas; cuando vientos me empujan y me azotan para que pierda el control y me pierda en fuegos incendiarios, entonces se me recuerda de nuevo el litigio entre mi experimentada pequeñez y mi infundida grandeza, la dualidad entre la fragilidad y la firmeza. Mi condición de hoguera que no debe quemar, excepto a mí.