viernes, 30 de diciembre de 2016

Comer hasta sentirse mal

Hemos vuelto a comer demasiado. Más de lo necesario. Más de lo equitativo. Sin hambre y por vicio. Somos la espeluznante imagen de un ejercicio meramente carnívoro, convertido en tradición. Y la tradición en rito. Y así, regresan aquellos días en los que los platos rebosan, aunque no haya hambre. Los cuerpos se cubren de apariencias y marcas, en un sobreesfuerzo vanidoso de sacar pecho por el sistema de valores que nos conduce a ello; la manera de hacer funcionar la máquina que somos y para la que hemos estado trabajando tanto tiempo, todo el año. 

Y ante toda esta borrachera de sopas y caldos, de copas de cava brindando, de brillantes y de reflejos dorados, se me ocurren muchas palabras. Me vienen a la mente muchos rostros y personas. Pero, sobretodo, pienso en Jesús. El pretexto. La cabeza de turco. El chivo expiatorio con el cual nos hipotecamos a nuestros brillos y bellezas. Pienso en Jesús, como creyente de sus palabras pero también como habitante del planeta, ciudadano de una sociedad y un contexto concretos, marido, hijo, hermano, cuñado, amigo, vecino... Entonces vuelvo a caer en la alegría, hacia Dios, de esas palabras que aparecen en el texto bíblico, justo en el momento en el que se conoce el nacimiento: "Esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó los tronos a los poderosos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos". 

Me pesa esta comida y la manera de comerla. La manera en la que se arrojan todas estas hipocresías y contradicciones sobre lo establecido como objeto y motivación de las fiestas, deformando, distorsionando, diluyendo entre mariscos y cava los acontecimientos originales. Y no sólo por ello, sino por lo que representa esta celebración, que no es más que una gran orgía sistémica con la que celebrar que se cierra otro año, otro ejercicio, otro espacio determinado de tiempo, funcionando de la misma manera, con el mismo sistema de valores y manteniendo los statu quo y sus procedimientos establecidos. 

Pienso en Jesús, naciendo ya como refugiado (por causa de la persecución de Herodes) y en los padres, otros dos pobres y marginados que tampoco tienen lugar. Salgo a la calle, a que me digan que es lógico pagar 40 euros por un "menú de Navidad", cuando seguramente la persona que me atienda sigue con su sueldo "no navideño". Entre la embriaguez de luces, de pieles de animales a precio de años de trabajo, de cucharas y tenedores chocando con dientes satisfechos y estómagos comlplacido; no veo a Jesús. Ni tan siquiera el rastro de su sombra. Porque precisamente, desde el nacimiento, es lo que rechaza. 

Aparte de la esperanza de mi fe, en Jesús he encontrado el rechazo a este sistema establecido entre élites que trepan y trepan por la pirámide, en el arrebato de una sed insaciable por alcanzar una cima que no existe, que no se acaba nunca. La condena de este sistema de valores que sigue esforzándose en dotar al "yo" de un carácter protagonista y que deja todo lo demás al buen resolver de las migajas de la caridad. Caridad, al mismo tiempo, que no busca una resolución para este sistema, sino que se adapta a él y a sus lagunas. 

En Jesús veo el rechazo de toda esa clase mixta, entre alta y media, intelectuales, gobernantes y agentes económicos, que han aceptado los patrones de funcionamiento sistémicos. Es decir, el juicio, el prejuicio, la marginación, el tópico, la discriminación. El rechazo de todas aquellas personas que, en su idea navideña, le han pintado la cara blanca y las mejillas de rojo al niño de escayola, mientras se apartaban de quienes buscan refugio por el hecho de tener una piel diferente; el rechazo de todas aquellas personas que han creído que esto va de corbatas, tacones y pajaritas, dando la situación por hecha; veo también el rechazo de quienes han quemado el árbol y los adornos y se han olvidado de trabajar en el contenido de lo que era necesario.

El rechazo que veo en Jesús de todo este sistema de elementos y funciones, presenta otra forma. Exactamente igual que cuando detuvo a aquellos fanáticos religiosos que querían apedrear a una mujer a quién acusaban de adúltera. "¿Dónde están los que te acusaban?", le pregunta. Aquí estamos. No por nuestras convicciones religiosas, ya sean cristianas, ateas u otras. No porque hoy se condene el adulterio como en la época. Sino por la hipocresía y la dureza de corazón con la que seguimos haciendo funcionar todo. No es por el brindis en sí, pues, sino porque siendo conscientes brindamos para olvidar. Para olvidar la lágrima que se derrama y la voz que nos reclama.

lunes, 19 de diciembre de 2016

En el periodismo también hay clases

Nunca hubiese creído que también hay matones en el periodismo. Y no me refiero al tópico de adolescente, con el flequillo cruzado encima de la frente, quizás un pendiente o dos en una oreja y los pantalones por las rodillas. Me refiero a esa clase periodística a partir de la media-alta que utiliza el oficio como teatro de sus egos y fantasías, sin detenerse a valorar costos ni consecuencias. Esas y esos romanticones, que afrontan los retos y problemas de la profesión con filosofía mala y barata. Que impregnan periódicos, micrófonos y pantallas con su criterio como una norma básica establecida, como una fuente de rigor, como una especie de línea de las líneas editoriales. El motor del periodismo. Lo que mueve al medio de comunicación en cuestión.

Tampoco utilizan de esa violencia típica en los matones de instituto, ni de su intimidación. Pero sí son violentos e intimidatorios. Su modus operandi consiste más bien en el ataque psicológico. Sé que esto suena muy paranoico pero intentaré demostrar que no lo es. Al menos tal como lo entiende y me afecta. Es sencillo, desde una posición más elevada, por muy pequeña que ésta sea, infligir un daño psicológico a quienes se encuentran en una situación vulnerable o, simplemente, ostentan una posición menor en el sistema de clases organizado, incluido el mundo profesional. En el periodismo, también, sus matones actúan así para minusvalorar el trabajo de los equipos humanos que los rodean y evitar que su criterio pueda verse rebatido en algún momento, en tanto que el resto de personas anda preocupada esforzándose todavía más para demostrar la valía de su trabajo.Soy consciente de que se trata de un ejemplo algo pueril, pero quizás también sea de los más habituales en las redacciones. 

No se trata de que el oficio deba ser una confrontación constante de criterios, pero se ha eliminado en gran parte la capacidad y el espacio que permite dialogar y, en definitiva, ser ejemplo ante las estructuras  jerarquizadas tan habituales. Y quienes han eliminado este elemento que, sin duda, podía ser diferenciador respecto a otros oficios, lo han hecho para mantener un estatus. No sólo por mantener un criterio propio por encima del resto. El criterio, al fin y al cabo, se ha desplazado hacia un lugar secundario. Lamentablemente el oficio del periodismo está sujeto a muchos elementos tentadores y diferentes vías de perdición. La televisión, en sí, es la que más, juntamente con los nuevos canales a través de la red. Es un mundo plagado de nombres, de cargos y de eventos con los que inflarse el ego y seguir alimentando esta manera de proceder, este sistema de clases que genera brillos, por una parte, e invisibilidades por otra. 

De esta manera el oficio viene a ser mucho más pequeño de lo que en realidad es. Se limitan sus posibilidades. El matón, o la matona, del periodismo se hace a sí mismo techo, es decir, viene a ser el límite máximo del crecimiento profesional dentro del espacio que comparte. No importará que hayan otros criterios, incluso más válidos o con mayor perspectiva social que el suyo. Si comienzan a crecer, tarde o temprano se toparán con ese límite, con ese falso techo que ha sido incapaz de renunciar a sí mismo para dejar que el oficio se siga desarrollando. En el debate, juzgará sin piedad a quién se le oponga, ridiculizando y menoscabando la opinión exterior, el planteamiento foráneo, tan sólo alimentándose cada vez más de sí mismo, y de su posición que le permite acceder a ciertas fuentes y realizar según qué entrevistas o reportajes. Y así, es cómo muere el oficio. Cómo se mata el periodismo para convertirlo en un erial de intereses e interesados. 

Muy lejos queda el propósito original del oficio, que implica la renuncio y el sacrificio personales en cierta medida. Se suponía que los periodistas no debíamos escribirnos un perfil para la historia, sino transmitir la historia al resto de la población. Se suponía que debíamos destapar lo oculto, y no encerrarnos con ello. Se suponía que debíamos representar las demandas populares de control político, y no hacernos amigos de la corbata, a ver si así nos concede la entrevista. Se suponía que debíamos poner el poder de la información en las manos más de los débiles, y engrandecernos a nosotros mismos. Sin duda, estamos fracasando.


martes, 6 de diciembre de 2016

No hay mundo para el invisible

Ciertamente no lo hay. Este mundo no ha comprendido ni respetado la invisibilidad. La ha convertido en una de sus muchas extrañezas a las que mirar con ojos extraños. Una suerte de sorpresa falseada con la que justificar el alejamiento de quienes no siguen la convencionalidad sistémica, la hipocresía del positivismo estético, utilizado para justificar lo injustificable a nivel individual y hacer perdurar este machismo ideológico, en el que mostrar los sentimientos lo hace a uno débil, vulnerable. 

La solución propuesta para la invisibilidad es la fustigación de su marginalidad, el aprovechamiento de sus espacios para generarle una extenuación física y emocionalmente insoportables. Se convierte a los seres invisibles en una élite social que busca voluntariamente la incomprensión para obtener, así, un lugar, un espacio en el que cohabitar con el resto de élites e, incluso, promocionarse. El estigma de una clase de personas que esconden cierta mística y se aprovechan de ella para satisfacer sus personalismos. 

El senderista que tan sólo busca perderse en la lejanía. La esforzada agricultura que sale a labrar su parcela incluso cuando a lo lejos ya se ven las banderas de Repsol. El periodista que llora de impotencia en el camerino, justo antes de su exhibición. La esclava raptada y enviada lejos de su país, de su familia, de lo que siempre había imaginado. El ciego Bartimeo, sentado en el camino de su ceguera. ¿No son todos ellos y ellas el invisible incomprendido, marginado hasta la extenuación, fustigado por lo establecido? ¿Y qué espacio poseen? No el que ocupan. Ese no. Ahí se les ha arrojado, como a una cárcel. 

La pantalla nos destruye. Lenta, cruel y dolorosamente. Nos aboca a una necesidad insaciable de reconstruirnos, de recargar nuestros seres deshumanizando y desplazando el sentimiento, la emoción en nuestras relaciones y también en nuestras capacidades de comprensión. La invisibilidad no puede tener cabida en el mundo de las luces led, los plasmas y las retinas de más de cinco pulgadas. Por lo tanto se la despide. Se la convierte en inexistencia, tan sólo porque no se puede observar, y el voyeurismo está de moda. Tan sólo porque no se puede controlar, y el positivismo falso e impuesto no se puede desarrollar sin la sensación de control sobre todo el entorno. Tan sólo porque no se puede comprender y, por lo tanto, merece la extrañeza. Como poco. 

¿Qué hay, pues, para el invisible aquí? Todo el espacio que una pantalla pueda ofrecer. Eso sí, a gusto del consumidor. ¡Ah! Esta, nuestra libertad. Sin duda, creo que la poca luz que nos queda como civilización se encuentra en esa invisibilidad. Incluso estas líneas están escritas desde y para la pantalla. Desaparezco.

sábado, 19 de noviembre de 2016

El periodismo es amor

La objetividad no existe. Es otra excusa para no implicarse en una solución activa de los errores sistémicos y refugiarse en una actitud de observador frío de los acontecimientos, distante y deshumanizado de todo aquello que sucede alrededor. ¿Cómo puede alguien que ejerce dice ejercer el periodismo sentarse delante aquel alcalde de turno, que ha jugado con la desesperación de la ciudadanía para obtener sus votos en un momento y que luego los olvida, y no intentar hacerle reflexionar con sus preguntas sobre su condición y sus hechos, y las consecuencias de estos en el entorno que le rodea? Es incomprensible. 

Cuidado. No hablo de no sentarse delante de él. Al contrario, creo que el periodista debe seguir buscando el encuentro con toda la amalgama de personajes esperpénticos que se mueven en las esferas del poder, tanto a nivel político como económico. Tampoco hablo de convertirnos en jueces. Creo que ya tienen quién les juzgue. Me refiero a la necesidad de sentarse delante de todos ellos para exigir explicaciones, comprometerlos ante el peso de la verdad y empequeñecer su señorío ante la carga de la sinceridad. Esto es una de las mayores necesidades sociales que la humanidad está sufriendo hoy, justamente cuando se da el mayor volumen de producción informativa de toda la historia. ¿O quizás no es información?

No sé si caigo en el ideal de la profesión. No sé si me dejo embriagar por el romanticismo que siempre ha guardado. No sé hasta qué punto estoy atrapado en el rol superficial que ha emprendido el periodismo, que graba los programas de cocina y se olvida de entrevistar a quién acaban de expropiar por el último proyecto urbanístico del siglo. Que se oculta tras la cortina de la objetividad para proteger la corbata y el cargo, olvidando a quien duerme enfrente del portal de la oficina. 

La objetividad no está en responder por aquellos que pagan la nómina, que suelen estar ligados a alguna clase de élite. Más o menos elevada. Y más o menos opulenta. Pero élite. Ni tampoco en una entrevista con el fin de obtener el máximo número de exclusivas y titulares posible. Me cansa, y creo que agota el oficio, el periodismo de convenios y pactos tácitos en el despacho, a espaldas de la redacción. Ahí es donde muere el periodismo. Ahí es donde muere el amor.

¿Qué es periodismo sino amor? Amar el entorno, toda existencia alrededor. Informar para el bien de quién más lo necesita. De quién más hostilidad padece ante el régimen de funcionamiento del sistema. De quién más débil se encuentra ante los poderes establecidos. ¿Cómo vamos a mantenernos impasivos ante el orden de esta realidad? Por supuesto que me posiciono en favor de los más pequeños y humildes. De la misma manera que quién me exige objetividad ya se ha posicionado a favor de la clase que practica la guerra y dice ganarla. No sé si el periodismo fue objetivo alguna vez. Yo creo que el contexto en el que me ha tocado desarrollar la profesión me exige que ame. Me muestra evidencias para amar. No sé me ocurre que otra cosa puede ser el periodismo si no es amor. Amor por los que lloran. Amor por el árbol que hay plantado al lado de la petroquímica. Amor por el ciego que se esfuerza en guiar a otros ciegos. Amor por todos aquellos que reconocen la necesidad de ser amados. 

sábado, 5 de noviembre de 2016

Fragilidad

Soy tan frágil como lo demuestran mis palabras. Todas y cada una de ellas. Incluso estas mismas. Con sus luces y sus sombras. Los altos y los bajos. Su épica circunstancial y su idiosincrasia prudente. Todo ello cristal. Vidrio maleable al calor del fuego. Un activo insumiso y sujeto, al mismo tiempo, a la violencia del momento. Y es que se me pide que escriba. Me lo pide el espíritu. Me lo pide la supuesta responsabilidad de una rutina que ha de "darme el sustento". Y ante toda esta visión paradójica, me descubro frágil.

Se me pide que escriba contra el sistema. Contra el capital dominante y el (neo)colono imperialista. Contra el vecino de escritorio que no satisface su opulencia egocéntrica y sigue con la disposición del prejuicio. Se me pide que escriba contra mí mismo, cuando me canso y me dejo llevar. Cuando, saturado, acepto lo inaceptable y curto mi piel para insensibilizarla de todo lo que me debería inquietar. Contra el "yo" repentino y mediático, que creyendo jugar a la trampa de la ley que nos ordena, es cazado sin darse cuenta.

Se me pide que investigue al político, al cargo público en su acción. Y cuando encuentro una diana sobre la que lanzar se me exige una falsa misericordia, de conveniencia, con una palmadita en la espalda. Se me pide que busque y muestre el hecho, el acontecimiento, en su justo esplendor, pero después se me pasan cuentas por las formas y se me recuerdan los límites. Vuelvo a pasar por esa camisa a medida que muchos llaman "periodismo". Yo aún no he encontrado un nombre para algo así. Pero barajo algunas opciones, como "informismo" o "noticismo". Creo que hay una diferencia grande entre limitarse a informar de algo y hacer periodismo.

El mundo me pide el oro y la cima de la montaña. La exclusiva y el titular. El perro de presa y el tweet. La pregunta incisiva y la barba recortada. Que cargue con lo incómodo y, al mismo tiempo, una foto en facebook. Al fin y al cabo, todo ello me parece un teatro extraño y malvado, pero premeditado y con la función de no generar más desmarque del conveniente. Un juego que te embiste entre el plasma y el clic del ratón.

Cómo no voy a ser frágil ante esta confusión, este panorama de decepción y sorpresa, de poder y sometimiento, de hipocresía e integridad. Sin memoria, cuesta creer que nada de esto sea nuevo. Y no es más que el mismo y único capítulo del libro que está ahora abierto sobre la mesa. Pero éste está cerrado ante algunas líneas universales. Como, por ejemplo, que ni el empleo, ni la rutina ni la puesta bajo presión constante para "evaluar" nuestras capacidades de reacción, jamás nos definirán. Siento que en la fragilidad encuentro la fortaleza, una fuga de la presente y próxima opresión hacia lo que dignifica, en medio de este escenario con delirios de grandeza.

sábado, 29 de octubre de 2016

El otro planeta del periodismo

Sobre el periodismo, decía Kapuściński que los cínicos no sirven para este oficio. Que la pose de intelectuales que debaten entre sí para ver cuál de ellos ha llegado más lejos en su propio razonamiento y lógica por comprender y juzgar lo que pasa en el mundo, mientras beben una taza de té selecto o una copa de champaña en un reputado café de la ciudad, con cuadros abstractos colgando de la pared y un camarero vestido de smoking pero que cobra menos de 900 euros al mes, es en realidad una fiesta de élites, privada y con un punto de macabro. 

Y son esos, esa clase de no-periodistas revestidos con su capa de doctores y filósofos del saber general y con mazo de hierro en sus manos, quienes más me molestan. Aquellos y aquellas que han creído comprender el oficio como una suerte de maizal, denominación de origen protegida, al que tan sólo ellos y su cortesanos pueden acceder. Que se mueven en la línea de la información superflua y banal, sin ningún carácter de profundidad ni de conocimiento real de los acontecimientos, pero que juzgan, inmisericordes y sin piedad, todo cuanto existe y ocurre a su alrededor. 

Todas estas personas, encadenadas a sus pesados e insaciables "egos", carecen de la sensibilidad que el oficio del periodismo requiere. Una sensibilidad que se demuestra en el día a día de la rutina informativa, conociendo a aquellas personas que comparten un periodo de experiencia vital y tratando de comprenderlas en sus respectivas situaciones, emociones y momentos. Kapuściński lo hacía como corresponsal, mayoritariamente en África, pero es una actitud aplicable a todos los ámbitos. Desde el más local hasta el más internacional. Porque todos son espacios habitados por personas, que es la materia prima de este oficio. Un materia prima  que no se explota y utiliza como los minerales, sino de la que se aprende, con la que se comparte, de la que se recibe y también a la que se le da. 

Cada vez se hace más estrecho este círculo. Los empresarios de los pequeños, medianos y grandes medios de comunicación, en general, se rinden a la visión del negocio. Los actores del ámbito político e institucional están tratando de sacar todo el partido posible de la situación de fragilidad del sector, y han vuelto a desarrollar actitudes propias de una censura fascista. La materia prima, las personas, desconfían de nosotros por las malas y repetidas experiencias de morbo y amarillismo. Y entre nosotros, los periodistas, hay una pugna latente de clases entre quienes viven por firmar un artículo o poner voz y cara a una noticia, y quienes han comprendido que en la información también hay acompañamiento, comprensión, desplazamiento, sufrimiento y emoción. Todo en primera persona. No vale ser un narrador omnisciente. De hecho, no se puede. O se es para uno mismo, o se para y junto a los demás. Quizás los perfiles de intelectuales insensibles y dispuestos a sorprenderse entre sí mismos de su propia capacidad de hostilidad, no estén hechos para este planeta y deban emigrar a un mundo periodístico mucho más puro (y ario). Por favor, que nos dejen este a quienes queremos trabajar con y para las personas.

sábado, 8 de octubre de 2016

No soy un altavoz del capital

A los seis años supe que quería ser periodista. Fue en una de esas conversaciones que se tienen de niño, cuando uno se permite toda clase de sueños. Mi padre me lo comentó. Hasta entonces no había oído hablar de ello. Ni me paraba a observar a las personas que salían en la tele detrás de un gran y aburrido escritorio, con caras de circunstancia y sonrisas apelmazadas, explicando cosas que habían pasado. Ni tampoco me imaginaba que detrás de un periódico podía construirse todo un mundo paralelo, habitado por personas que dedican gran parte de sus fuerzas mentales y físicas a ello. Pero, influenciable de mí, desde entonces me fijé en aquella palabra, 'periodismo', y no la aparté de mi pensamiento en ningún momento. 

En ese momento, también desconocía que vivía en un planeta llamado 'Capitalismo' y que en aquellos mundos paralelos que se construían detrás de que cada frame de televisión y de cada línea de periódico, también había una empresa que se basaba en un beneficio al final de cada mes. Un descubrimiento forzoso, llegado casi con calzador, y que me ha entristecido mucho, no lo niego. ¿Por qué habría de negarlo? ¿Acaso es una ilusión infantil el haber creído que existía una isla, en medio de este mar, libre de la influencia del dinero, que lo mueve todo?

Los medios de comunicación han cometido un error creyendo que el hecho de constituirse en meras empresas les exime de su responsabilidad ante la humanidad, y en primer lugar ante sus trabajadores. Sin lugar a duda, este es un oficio que goza de especial vocación entre muchos de sus afiliados. Un terreno pantanoso del que muchas compañías se aprovechan y exprimen al máximo. Pero todo obrero es digno de su salario y el hecho de socavar esta dignidad acaba siendo un arma de doble, tanto para el periodismo como para la empresa.

No estoy en contra de que un medio de comunicación se organice en una empresa. A ´mi modo de entender, vería preferible que se estructurase como una cooperativa. De lo que sí estoy en contra es de la mala y banal relación que se ha creado entre periodismo y empresa, entendiendo aquí empresa como el valor de explotar la comunicación como si fuese petróleo o una cadena de supermercados.Todo ello en el marco de una lógica que busca sobreproducir para aumentar su beneficio.

Y he aquí una de las derrotas más amargas del periodismo; el haber admitido ese rol ficticio e impuesto dentro del sistema, pasando de ser una voz en el desierto a no ser más que un mensajero de recados precocinados. El correo privado de las grandes empresas.

No soy un altavoz del capital. Me duelen las ruedas prensa insulsas y acríticas, que intentan mostrar un tema apartado de todo cuanto está ocurriendo alrededor. Las considero puro maquillaje. Lo único que sostiene el oficio son unos cuantos focos de actuación que se resisten a ceder ante la marea de este teatro del corre, ve y dile. Sigo queriendo ser periodista, tanto como lo hacía a los seis años. No. Incluso más que antes. Ahora, que he descubierto que a este orden de las cosas mal llamado periodismo, aún queda mucho por aportarle.

sábado, 1 de octubre de 2016

Yo, el asalariado

Me levanto a las 06:20h cada mañana, de lunes a viernes. Por motivos personales, me he tenido que ir a vivir a cien kilómetros de mi trabajo. Me visto, desayuno un tazón de cereales con leche y me marcho de casa, para ya no regresas hasta las diez y media de la noche. Primero cojo una bicicleta. Después, el tren, que acostumbra a robarme entre dos y dos horas y media de mi vida cada semana, por culpa de los retrasos. Impunidad, ante todo. Como mucho te devuelven un billete para otro viaje, aunque no tengas que ir a ninguna parte. Y da gracias. Una vez me bajo del tren, tengo un cuarto de hora para saludar a mi padre y preguntarle qué tal le va. A esa hora esta sólo, porque mi madre también se ha ido a trabajar. Después cojo mi coche y voy para el trabajo. Allí estaré las próximas diez, o quizás once, horas. Si bien, sé que iré a otros lugares en el mismo día, pues el trabajo lo exige, no deja de girar todo alrededor de una rutina monótona y que se arrastra sobre sí misma. 

Un comunicado de un ayuntamiento, unos vecinos que se quejan porque han sufrido un corte de luz o un nuevo proyecto de solidaridad. Nada más. Tras esta estela las semanas se van quemando, una tras otra, en un fuego incontrolable e incalculable. Al llegar a casa cada noche no puedo hacer más que intercambiar unas palabras con mi mujer, comer algo e ir, irremediablemente, a dormir mi cansancio por unas pocas horas. Sí. Sin saber cómo, me he convertido en un asalariado. 

Pagamos el alquiler, el agua, la luz y el gas. Comemos. Y un fin de semana, esporádico, vamos al cine. Mientras cenamos hablamos de documental social,  de reporterismo humanitario, de reportajes que aún no se han hecho y que están esperando a dos jóvenes ilusionados y entregados como nosotros. Pero al día siguiente, cada uno despierta a su rutina. A sus hazañas del día a día. Sus propias penas y glorias. Despertamos a la conquista, un nuevo asalto, de un mundo capitalista que se define ante nosotros, salvaje, inexplorado. Pero las horas pasan, y decaemos. En la pesadumbre que nos acompaña, parece que por destino. En el agotamiento físico y el desbordamiento mental. Y, por supuesto, la fatiga emocional. Al llegar a casa nos descubrimos deshechos, el uno al otro, y al mundo tan firme en su proceder, tan quieto, tan invariable. 

Me pregunto qué es lo que se requiere de mí. Hasta cuándo podré aguantar este ritme de producción. Si en algún momento se vendrá abajo la máquina que han creado de mí. Y entonces qué. Es injusta y difícil la vida del asalariado de hoy día. Amarga derrota a la que se refería Warren Buffet en su empeño por la guerra de clases. Lo que llevo peor es que me hagan creer que debemos dar gracias por no trabajar quince horas en un campo de cacao, a pleno sol, y por unas monedas. Indudablemente que hay grados de explotación. No soy cínico ni tampoco ciego. Pero, en cualquier caso, ¿no son todos ellos fruto de lo mismo? 

Sin duda alguna del sistema. Un sistema, pero, que se hace más crudo en sus propias entrañas, en la corta distancia, en el cara a cara, en la empresa pequeña y el ámbito cercano. Aquello que parecía indefenso. Que te había de cuidar. La puerta de entrada del asalariado, a través de la cual se le podrá generar la falsa expectativa de ascender, pero siempre anclándolo a los mismos tropezaderos del camino. 

 No queríamos ser ricos. Tan sólo vivir, y compartir de nuestra vida con los demás. Y luchar por algo más justo. Un sistema, un producto. Lo que sea. Pero equitativo y sin explotaciones de ningún grado. Sin embargo, me he visto arrojado a comer las migajas de las mismas manos sucias de siempre. Sí, soy un asalariado. Sin hipotecas, ni créditos, ni lujos. Pero un asalariado. Como todo el flujo de personas que mueve este planeta. Asalariado también, por cierto, del trato al que es sometido.

lunes, 27 de junio de 2016

La caja de zapatos

La idea política que han dejado las elecciones de este 26 de junio en el Estado español es tan reducida como una caja de zapatos. Y con esto no me refiero únicamente al dibujo que ahora queda en el Congreso de los Diputados, lo cual es especialmente ínfimo. Hablo de la escasa capacidad de movilización de la política plurinacional que se ha batido en estas elecciones, la cual no deja de ser un arquetipo del resto de maniobras a las que se pueden asistir en estos días.

Movilización, no en el sentido de conseguir crear reacción en la sociedad (aún con sus diferentes capas y maneras de funcionamiento y gestión), sino por lo que respecta al hecho de generar una respuesta en ésta misma, por tal de canalizar sus incongruencias más superfluas y y sus intestinas faltas sobre la justicia y la relación entre congéneres. En este sentido, la política ha demostrado una vez más su apariencia de solución, lejos de ser una realidad determinante para las necesidades tan específicas a las que constantemente se refiere. Y esta no es una reflexión que se pueda extraer de los resultados de este 26 de junio, sino que quizás habría que ponerla a la óptica de la historia para analizarla mejor. 

Es en este punto, en la inacción de la política como gestora de las iniciativas necesarias en la sociedad, donde surgen las pequeñas y rutinarias acciones humanitarias desinteresadas y autocoordinadas por las personas para llegar a los recobecos más desamparados del espectro social. Acciones que se han malinterpretado como 'los actos a los que la política no puede llegar', denotándolas en una función secundaria. Esto no es cierto. Deberían ser entendidas exactamente al revés. Acciones que son el 'sorpaso' (ahora que se ha puesto tanto de moda) de la política, de las cuales la política aprende a coordinar sus decisiones en base a lo necesario en la rutina de las personas y de manera directa, desburocratizada y cercana. 

Insisto en que esta idea no busca ser una lectura de los resultados del 26-J, pero sí contrarrestar todo el empacho de supremacía y magnificencia de la escena política que hemos vivido, oído y visto en los últimos días. Es necesario que hay cuestiones de decisión identitaria que se deben asumir y quizás ahí se encuentre un terreno de talante político. Destacar el 'Brexit' como último ejemplo. Pero por lo que respecta a respuesta social, no son sino las acciones humanitarias autocoordinadas y desinteresadas las únicas que tienen la potencia, la capacidad y la idoneidad para generar los cambios necesarios en cuanto a la gestión de, valga la redundancia, la humanidad. En comparación a ello la política no ha dejado de ser una caja de zapatos.


viernes, 20 de mayo de 2016

Carta a Anna Gabriel

benvolguda Anna,

t'escric amb la certesa que aquestes línies aniran a parar al teu dispositiu mòbil, ordinador o l'eina que facis servir més habitualment, donada la teva actitud constant de proximitat a les tantes i tantes veus anònimes que poblem aquesta terra. Ja ho vaig fer amb l'ex-diputat, David Fernàndez, i, tot i no haver obtingut resposta, vaig rebre un "m'agrada" a twitter. Fet que, sense ànims de semblar irònic, em va consolar en certa manera. En aquest cas,  escric arran d'unes declaracions realitzades a RAC 1, després del rebombori que es va muntar per les imatges d'una parella practicant sexe a una estació de metro de Barcelona. 

En primer lloc celebro que creguis que no calia dotar de tanta magnitud a un tema tan irrellevant, amb matisos, és clar. Dic matisos perquè segueixo pensant que els mitjans de comunicació aprofiten qualsevol fet d'aquesta índole per allunyar la mirada dels problemes que realment afecten a tanta gent, com l'habitatge, la pobresa energètica i tota la llarga llista que, desgraciadament, coneixem i arrosseguem. Ara bé, l'acció d'aquella parella no és un acte que es pugui prendre amb caràcter innocent, perquè aquelles imatges representen la violència de la qual se suposa que tots en volem fugir. 

En aquelles imatges hi ha un dominant (el noi) i una dominada (la noia) que reflecteixen i evidencien idiosincràsia del masclisme establert i imperant a la nostra societat. El dominant tracta amb força i amb una actitud animalesca la dominada. No és un acte sexual comú, i molt menys és un acte amorós. És pornografia. Dura, violenta i gratuïta pornografia. Un viu paral·lelisme amb un dels negocis que mou més diners al món i que fomenta l'esclavitud d'éssers humans i el tràfic de persones. I que, per descomptat, degrada la figura de la dona i de l'home a mers objectes, desproveïnt-los de qualsevol valor, de la mateixa manera que ho fa un o una d'aquelles polítiques corruptes que tots us agraïm tant que denuncieu i ensorreu. Per la qual cosa, és un fet important si ens aturem a observar-lo des d'aquesta òptica. 

Però aquest no és el motiu de la carta, ja que, com bé dius, no deixa de ser una notícia sobredimensionada. Voldria concentrar-me en la continuació de les teves declaracions, on especifiques que la reacció de la caverna mediàtica és deguda al "puritanisme, la reacció conservadora i la moral cristiana regnant a la societat". Entenc que el context d'aquestes declaracions es produeixen en una emissora d'una família tradicionalment catòlica, conservadora, de dretes, burgesa, capitalista, neoliberal i, certament, reaccionària. Però tot i això, no puc evitar que em semblin injustes. Injustes perquè es torna a cometre l'error de la generalització desconeixedora de la realitat, en aquest cas amb el cristianisme. 

Amb tots aquells crisitians que també volem ignorar notícies així per a concentrar-se en el servei al col·lectiu social. Injustes amb tots aquells cristians que també som anticapitalistes, comunitaristes (que és el sentit original del que s'entèn per comunisme), tolerants, antisistema, crítics amb l'ordre de les coses establert, tal com ho era Jesús. Són injustes aquestes paraules teves, Anna, amb tot un col·lectiu que cada dia sortim al carrer per a reclamar justícia, per a servir a qui més ho necessita (i no per caritat, sinó amb amor i tractant de trobar una solució a la situació). Injustes amb qui entenem que no hi ha estima, amor, edificació ni cap benefici col·lectiu en aquelles imatges. Al contrari, segueixen sent el mateix de sempre. Segueixen representant el mateix de sempre. És Jesús, de qui he après aquests valors, molts dels quals penso que compartim. Per això, t'escric amb estima i cordialitat, amb la voluntat d'una edificació mútua, sense prejudicis ni bigues a l'ull, tan sols amb la voluntat de compartir les reflexions que van ocasionar en mi, cristià, les teves paraules. 

Gràcies.

jueves, 24 de marzo de 2016

La humillación

La humillación es vida. Creo que no hay otra acción que la de humillarse que puedaotorgar mayor grado o nivel de vida a nuestros actos, palabras, pensamientos o deseos. No se trata de la distorsión que hemos creado del concepto, elevando a primera acepción de la palabra el significado que hace referencia al hecho de humillar como algo que denigra, embrutece o minusvalora la dignidad ajena. Muy por el contrario, me refiero a esa versión de la palabra que se suele utilizar como sinónimo de sometimiento, pero a la que yo encuentro una mayor relación con el amor. 

El amor en su máxima práctica. ¿Qué podría ser, si no, el hecho de humillarse ante la otroriedad? Algo completamente puro, superior a lo superfluo y, por lo tanto a la visión que se puede desarrollar en la mayoría de ocasiones. En la humillación encuentro el amor con su valentía correspondiente; el amor con su misericordia; el amor con su sensibilidad. El amor con su principal esencia: apartarse, desaparecer, ceder, entregarse, renunciar a la ostentación de la prioridad para continuar amando desde otro lugar que pueda corresponderle. No creo que en estos momentos haya comprensión social para entender este tipo de amor y, aún más, desarrollarlo. No creo, si quiera, que la haya habido nunca. 

¿Y en cuánto al proceso de comprensión y aceptación de esta humillación? Si intentase escribirlo aquí estaría siendo un hipócrita porque en lugar de humillarme ante quien lea estas líneas, estaría intentando elevarme por encima suyo como una especie de gurú que ya ha alcanzado dicho nivel. ¡Cuán lejos estoy de ello! ¡Y cuán necesitado de humillarme llego a estar! Quizás no alcance a comprender ni a conocer cuánto en concreto. 

Si escribo estas escasas líneas sobre la humillación es gracias a Jesús. Cuando todo aprieta alrededor y la rutina alcanza extremos insondables, algunos de los entornos más cercanos a mí comienzan a viciarse y comeinzo a sentir rabia, ira, odio; cuando asoma la oportunidad de justificar mi autoengaño, mi teatro de arrogancias y soberbias, el lugar donde dar libertad desenfrenada a mi ego; entonces ahí aparece Jesús, lavando los pies de los apóstoles, callando ante Caifás, amando al joven rico. Su testimonio. Su amor. Su entrega. Su cruz. Su humillación. 

Y yo me asombro. Sin palabras para poder explicarlo, me descubro cayendo de rodillas ante todo ello. Y lloro. Y me apeno, porque sólo entonces empiezo a conocer mi necesidad de humillarme. De amar, de renunciar, de entregar. Sin límites. Sin ritos ni ninguna religiosidad que pueda estremecer el espíritu. Tan sólo él, Jesús. Y yo ante él. Pequeño, pero a la verdad grande. Acabado, pero justo recién comenzado. Humillado, pero vivo. Y vivo en amor.

sábado, 12 de marzo de 2016

La otroriedad

Ni tan siquiera el mundo, con toda su complejidad y todas sus posibilidades de acción, puede equipararse a los distintos (sub)mundos que conformamos todos y cada uno de nosotros. Nos somos lo que hacemos. No somos quienes realmente creemos ser. Tampoco somos lo que creemos, nuestros ideales o lo que imaginamos que nos gustaría convertirnos. Somos una irremediable mezcla de todo ello. Nos define nuestra esencia como seres, es decir nuestro carácter, nuestros valores y la potencia con la que estamos arraigados a ellos. Pero también somos producto de la situación que vivimos, de todos y cada uno de los elementos que nos rodean. Y, como no, de lo que esperamos transmitir. Todo ello sombras a nuestra torpe y aparente mirada, la cual crea escudos de carne, murallas de piel, tras las que ocultar todo lo demás. Lo que realmente (o no, eso depende de cada uno), importa. 

Por ello se me antoja la siguiente pregunta: Y es que sabiendo esto, ¿qué otra actitud posible hay ante la otra persona, el otro ser, la otroriedad? Pienso que únicamente la humildad y la prudencia que deberían acompañar siempre al desconocimiento. De esta manera, quizás, generaríamos un grado mayor de accesibilidad común. Al menos, superior al que ahora percibo, que solamente busca acompañarse de ornamentos lingüísticos, de una gestualidad superflua y de palabras vacías. Es necesario trabajar las relaciones humanas desde una óptica diferente a la que se ha practicado hasta ahora. Y creo que esa óptica es la otroriedad. 

Y lo creo convencido. Sumido en mi particular conjunto de egoísmos propios, en mi erróneamente infranqueable concepción de la realidad de la vida, en la fragilidad de mis debilidades y el envite de mis fortalezas. No se trata de dotar, porque entonces estaríamos autoconvirtiéndonos en jueces sin potestad alguna más que nuestro propio deseo, sino de reconocer el valor de lo externo al ego y rehuir de cualquier motivación y argumentación a favor de el enaltecimiento o la humillación. Y más allá de esto, de buscar el sufrimiento de ese ser externo hasta el punto de compartirlo. Y con el sufrimiento, el resto de sus emociones que pueda expresar en distintas situaciones. 

No es simplemente el ponernos en lugar de la otra persona. Esto no deja de ser otra forma más de egoísmo porque tan sólo nos imaginamos a nosotros experimentando esa emoción. Sólo es útil para comprender, pero no para acompañar y ser. No para crear 'otroriedad'. Esta otroriedad tan sólo es posible cuando descendemos de nuestra supuesta autocomplacencia y nos disponemos junto a la otra persona, comprendiéndola, sufriéndola, amándola. Creo que no somos figuras independientes ubicadas en un espacio común para crear una vida colectiva en apariencia, sino que somos seres con una voluntad nata colectiva, dispuestos en un espacio común para encontrar la riqueza, el poder, lo alto y lo profundo en el conocimiento y la vivencia de los otros y las otras.

sábado, 13 de febrero de 2016

Mi sesión final con Freud

El otro día me colé en el teatro, en un intento de conocer nuevos elementos sobre la personalidad y la historia de C.S. Lewis, en la obra La sesión final de Freud, en la que el personaje del profesor en Oxford co-protagoniza con el personaje del psicólogo Sigmund Freud. Una obra realmente increíble, que plasma con bastante fidelidad las ideas de los dos intelectuales y enfrenta sin prejuicios al cristianismo con el ateísmo. Todo ello enmarcado en un espacio que no varía, quieto e inánime, y con el peso y el ritmo que los dos personajes aportan a la trama. Una hora y cuarenta minutos de auténtico mérito, sin duda. 

Me llamó la atención comprender a un Freud desgastado por el paso del tiempo y la enfermedad. Aunque no pude evitar sentirme más identificado con Lewis, con quien comparto fe y a quien conozco mucho más. Aún así, me sorprendió la avidez con la que el creador de la obra utiliza la postura del ateísmo para desmitificar el cristianismo, más allá de las propias afirmaciones de Lewis. Como cristiano admito la idea que el 'cristianismo' que refleja la historia vivida no es más que otro movimiento ideológico más, que ha aportado sus beneficios y sus perjuicios a un mundo en el que ha gozado de gran importancia (especialmente en occidente). En efecto, otra estructura como el ateísmo, entretejida en un imaginario colectivizado muchas veces a base de palos y apaleados, pero también gracias a convicciones sinceras que incoroporan en sí mismas la necesidad de ser compartidas y que no son fruto de locuras, ni absorciones mentales, ni traumas previos ni autoengaños. Ahora bien, fruto de la postura que defiende Freud en la obra de teatro, se me plantea la siguiente pregunta: ¿somos todos los cristianos, pequeñas partículas de la comunidad descrita aquí? ¿Vivimos todos los cristianos ese cristianismo conveniente, conformista, adaptado, estructurado y segmentado en base a gustos, interpretaciones, ideologías y, por qué no, colores? Freud llama 'tenaz' a Lewis en la obra y me parece un adjetivo correcto (no peyorativo, evidentemente) para definir mi respuesta negativa ante estas preguntas. 

Soy cristiano y soy consciente de que no experimenté mi conversión para llevar una vida de 'adoración y continencia' místicas, dirigiéndome hacia un objeto, una imagen divina mitificada y sostenida por una épica sobrenatural. Creo que existe una ley moral que debe ser utilizada para distinguir el bien y el mal con todo rigor y espíritu autocrítico, especialmente. Y creo que comprendemos el sentido y el significado de esta ley moral al aceptar a su creador. A Dios. Un Dios que ha participado constantemente en los sufrimientos de la vida del mundo (como diría Bonhoeffer) hasta el punto de humillarse a sí mismo ante nosotros y morir por amor y remisión. La enseñanza de Jesucristo, de amar a los demás, como si tratase de nosotros mismos, no es utópica ni es un peso imposible de cargar por las diferentes generaciones y épocas de la humanidad. Precisamente eso es lo que la hace todavía más brillante: su sencillez y posibilidad.

Al llegar a este punto quiero aclarar que este cristianismo (creer en Jesucristo como Hijo de Dios y salvador) no ha menoscabado mis capacidades psicológicas ni mis nociones intelectuales. Tampoco es fruto de una experiencia terrorífica ni de un entorno condicionado. Snecillamente, me he descubierto arrodillado ante una serie de evidencias ante las cuales sólo he podido callar. Traspasado por un verdad que desconocía, inimaginable, inteligente, cuerda, sincera e irrefutable para mí. Evidentemente que esto no ha acabado con mi persona. Sigo teniendo miedo de la muerte. Y cuando me descubro, sólo, en mi habitación, utilizando mis recuerdos para encadenar una fatua línea de visión hacia el futuro, me acobardo ante según que y que posibilidades. Cada día sigo descubriendo de nuevo a Dios, y a mí ante Él, todavía más pequeño de lo que ya me consideraba. Mi idea acerca de Él está en constante variación, como explica Lewis en la obra de teatro. Y muchas veces me derrumbo ante la debilidad de mi ser, la soledad de mis sentidos, mi cobardía y mi inmadurez. Pero con todo ello, me siento firme y sensato en la fe. Terriblemente imperfecto, pero tranquilamente sujeto a Su restauración.

sábado, 30 de enero de 2016

Ensayo desde la extenuación

Soy tan efímero como mis momentos. O bien, mis momentos son tan efímeros como yo mismo. Vienen, se quedan por unos instantes, extraños no invitados, y se marchan, sin dejar goce alguno. Y no es el verlos circular lo que puede llegar a provocar el dolor, sino la toma de conciencia de que están entrando y saliendo de mí, sin llegar siquiera a permitir el plantearse algún gozo o algún sollozo alrededor de su significado. O quizás, es mi propia condición de efímero la que causa todo este vaivén insensible y soberbio. ¿Y, por qué no, fijarse también en las condiciones del entorno? ¿Acaso no es todo efímero ahí fuera? La rutina que me absorbe día tras día puede que sea la misma en esencia pero nunca lo es en forma, ofreciendo así esa falsa apariencia de aventura cotidiana. Y, en cuanto a los temas de primer orden en la opinión pública y colectiva, ¿el gen efímero no forma ya parte de la idiosincrasia política, económica y social? Las valoraciones sobre una posible coalición de partidos conservadores se truncan al día siguiente en pos de una guerra en las izquierdas por ver quién alza más alto su cabeza. Las frutas turcas que hoy se destruyen en la frontera con Rusia mañana serán inaccesibles por coste para muchas personas. Y, por último, las fiestas que durante todo el año se han preparado se queman con la primera llama de petardo, con la primera caja repicando ritmos monótonos. 

Es evidente que todo lo que vivimos es efímero, dado que lo que es efímero tan sólo puede garantizar su supervivencia a través de la repetición. ¿Puede que sea esta la causa de la falta del goce en mis actividades rutinarias? Aunque el efímero fuese yo supongo que también me estaría repitiendo para tratar de vivir un poco más. Lo cierto es que más allá de ser repetitivo, lo efímero es extenuante. Y es aquí donde cabe entrar en la reflexión acerca de la necesidad de sentir gozo en nuestras vidas. Cuando todo parece convertirse en una vana y efímera (pero constante) repetición, las capacidades del disfrute son anuladas y venimos a ser esclavos de una serie de símbolos e imágenes acerca de la realidad que, aunque presentadas en diferentes ocasiones y de distinta forma, no dejan de ser repeticiones. Repeticiones efímeras que sin embargo exigen de nosotros un esfuerzo físico y un desarrollo de las capacidades mentales que son únicos, que una vez pasados no volverán y, sobre todo, que una vez dañados difícilmente podrán restaurarse. Entonces, pese a nuestras consideraciones y autoengaños de dotar de importancia eterna aquello que es pasajero, no es el carácter de las cosas en esencia efímero un gran bucle destructor de la sociedad? Puede que sí. Si no, probablemente no existirían estas líneas, las cuales considero fruto del daño infligido por la repetición cotidiana de montones de elementos efímeros, que me hastían.