sábado, 1 de octubre de 2016

Yo, el asalariado

Me levanto a las 06:20h cada mañana, de lunes a viernes. Por motivos personales, me he tenido que ir a vivir a cien kilómetros de mi trabajo. Me visto, desayuno un tazón de cereales con leche y me marcho de casa, para ya no regresas hasta las diez y media de la noche. Primero cojo una bicicleta. Después, el tren, que acostumbra a robarme entre dos y dos horas y media de mi vida cada semana, por culpa de los retrasos. Impunidad, ante todo. Como mucho te devuelven un billete para otro viaje, aunque no tengas que ir a ninguna parte. Y da gracias. Una vez me bajo del tren, tengo un cuarto de hora para saludar a mi padre y preguntarle qué tal le va. A esa hora esta sólo, porque mi madre también se ha ido a trabajar. Después cojo mi coche y voy para el trabajo. Allí estaré las próximas diez, o quizás once, horas. Si bien, sé que iré a otros lugares en el mismo día, pues el trabajo lo exige, no deja de girar todo alrededor de una rutina monótona y que se arrastra sobre sí misma. 

Un comunicado de un ayuntamiento, unos vecinos que se quejan porque han sufrido un corte de luz o un nuevo proyecto de solidaridad. Nada más. Tras esta estela las semanas se van quemando, una tras otra, en un fuego incontrolable e incalculable. Al llegar a casa cada noche no puedo hacer más que intercambiar unas palabras con mi mujer, comer algo e ir, irremediablemente, a dormir mi cansancio por unas pocas horas. Sí. Sin saber cómo, me he convertido en un asalariado. 

Pagamos el alquiler, el agua, la luz y el gas. Comemos. Y un fin de semana, esporádico, vamos al cine. Mientras cenamos hablamos de documental social,  de reporterismo humanitario, de reportajes que aún no se han hecho y que están esperando a dos jóvenes ilusionados y entregados como nosotros. Pero al día siguiente, cada uno despierta a su rutina. A sus hazañas del día a día. Sus propias penas y glorias. Despertamos a la conquista, un nuevo asalto, de un mundo capitalista que se define ante nosotros, salvaje, inexplorado. Pero las horas pasan, y decaemos. En la pesadumbre que nos acompaña, parece que por destino. En el agotamiento físico y el desbordamiento mental. Y, por supuesto, la fatiga emocional. Al llegar a casa nos descubrimos deshechos, el uno al otro, y al mundo tan firme en su proceder, tan quieto, tan invariable. 

Me pregunto qué es lo que se requiere de mí. Hasta cuándo podré aguantar este ritme de producción. Si en algún momento se vendrá abajo la máquina que han creado de mí. Y entonces qué. Es injusta y difícil la vida del asalariado de hoy día. Amarga derrota a la que se refería Warren Buffet en su empeño por la guerra de clases. Lo que llevo peor es que me hagan creer que debemos dar gracias por no trabajar quince horas en un campo de cacao, a pleno sol, y por unas monedas. Indudablemente que hay grados de explotación. No soy cínico ni tampoco ciego. Pero, en cualquier caso, ¿no son todos ellos fruto de lo mismo? 

Sin duda alguna del sistema. Un sistema, pero, que se hace más crudo en sus propias entrañas, en la corta distancia, en el cara a cara, en la empresa pequeña y el ámbito cercano. Aquello que parecía indefenso. Que te había de cuidar. La puerta de entrada del asalariado, a través de la cual se le podrá generar la falsa expectativa de ascender, pero siempre anclándolo a los mismos tropezaderos del camino. 

 No queríamos ser ricos. Tan sólo vivir, y compartir de nuestra vida con los demás. Y luchar por algo más justo. Un sistema, un producto. Lo que sea. Pero equitativo y sin explotaciones de ningún grado. Sin embargo, me he visto arrojado a comer las migajas de las mismas manos sucias de siempre. Sí, soy un asalariado. Sin hipotecas, ni créditos, ni lujos. Pero un asalariado. Como todo el flujo de personas que mueve este planeta. Asalariado también, por cierto, del trato al que es sometido.

lunes, 27 de junio de 2016

La caja de zapatos

La idea política que han dejado las elecciones de este 26 de junio en el Estado español es tan reducida como una caja de zapatos. Y con esto no me refiero únicamente al dibujo que ahora queda en el Congreso de los Diputados, lo cual es especialmente ínfimo. Hablo de la escasa capacidad de movilización de la política plurinacional que se ha batido en estas elecciones, la cual no deja de ser un arquetipo del resto de maniobras a las que se pueden asistir en estos días.

Movilización, no en el sentido de conseguir crear reacción en la sociedad (aún con sus diferentes capas y maneras de funcionamiento y gestión), sino por lo que respecta al hecho de generar una respuesta en ésta misma, por tal de canalizar sus incongruencias más superfluas y y sus intestinas faltas sobre la justicia y la relación entre congéneres. En este sentido, la política ha demostrado una vez más su apariencia de solución, lejos de ser una realidad determinante para las necesidades tan específicas a las que constantemente se refiere. Y esta no es una reflexión que se pueda extraer de los resultados de este 26 de junio, sino que quizás habría que ponerla a la óptica de la historia para analizarla mejor. 

Es en este punto, en la inacción de la política como gestora de las iniciativas necesarias en la sociedad, donde surgen las pequeñas y rutinarias acciones humanitarias desinteresadas y autocoordinadas por las personas para llegar a los recobecos más desamparados del espectro social. Acciones que se han malinterpretado como 'los actos a los que la política no puede llegar', denotándolas en una función secundaria. Esto no es cierto. Deberían ser entendidas exactamente al revés. Acciones que son el 'sorpaso' (ahora que se ha puesto tanto de moda) de la política, de las cuales la política aprende a coordinar sus decisiones en base a lo necesario en la rutina de las personas y de manera directa, desburocratizada y cercana. 

Insisto en que esta idea no busca ser una lectura de los resultados del 26-J, pero sí contrarrestar todo el empacho de supremacía y magnificencia de la escena política que hemos vivido, oído y visto en los últimos días. Es necesario que hay cuestiones de decisión identitaria que se deben asumir y quizás ahí se encuentre un terreno de talante político. Destacar el 'Brexit' como último ejemplo. Pero por lo que respecta a respuesta social, no son sino las acciones humanitarias autocoordinadas y desinteresadas las únicas que tienen la potencia, la capacidad y la idoneidad para generar los cambios necesarios en cuanto a la gestión de, valga la redundancia, la humanidad. En comparación a ello la política no ha dejado de ser una caja de zapatos.


viernes, 20 de mayo de 2016

Carta a Anna Gabriel

benvolguda Anna,

t'escric amb la certesa que aquestes línies aniran a parar al teu dispositiu mòbil, ordinador o l'eina que facis servir més habitualment, donada la teva actitud constant de proximitat a les tantes i tantes veus anònimes que poblem aquesta terra. Ja ho vaig fer amb l'ex-diputat, David Fernàndez, i, tot i no haver obtingut resposta, vaig rebre un "m'agrada" a twitter. Fet que, sense ànims de semblar irònic, em va consolar en certa manera. En aquest cas,  escric arran d'unes declaracions realitzades a RAC 1, després del rebombori que es va muntar per les imatges d'una parella practicant sexe a una estació de metro de Barcelona. 

En primer lloc celebro que creguis que no calia dotar de tanta magnitud a un tema tan irrellevant, amb matisos, és clar. Dic matisos perquè segueixo pensant que els mitjans de comunicació aprofiten qualsevol fet d'aquesta índole per allunyar la mirada dels problemes que realment afecten a tanta gent, com l'habitatge, la pobresa energètica i tota la llarga llista que, desgraciadament, coneixem i arrosseguem. Ara bé, l'acció d'aquella parella no és un acte que es pugui prendre amb caràcter innocent, perquè aquelles imatges representen la violència de la qual se suposa que tots en volem fugir. 

En aquelles imatges hi ha un dominant (el noi) i una dominada (la noia) que reflecteixen i evidencien idiosincràsia del masclisme establert i imperant a la nostra societat. El dominant tracta amb força i amb una actitud animalesca la dominada. No és un acte sexual comú, i molt menys és un acte amorós. És pornografia. Dura, violenta i gratuïta pornografia. Un viu paral·lelisme amb un dels negocis que mou més diners al món i que fomenta l'esclavitud d'éssers humans i el tràfic de persones. I que, per descomptat, degrada la figura de la dona i de l'home a mers objectes, desproveïnt-los de qualsevol valor, de la mateixa manera que ho fa un o una d'aquelles polítiques corruptes que tots us agraïm tant que denuncieu i ensorreu. Per la qual cosa, és un fet important si ens aturem a observar-lo des d'aquesta òptica. 

Però aquest no és el motiu de la carta, ja que, com bé dius, no deixa de ser una notícia sobredimensionada. Voldria concentrar-me en la continuació de les teves declaracions, on especifiques que la reacció de la caverna mediàtica és deguda al "puritanisme, la reacció conservadora i la moral cristiana regnant a la societat". Entenc que el context d'aquestes declaracions es produeixen en una emissora d'una família tradicionalment catòlica, conservadora, de dretes, burgesa, capitalista, neoliberal i, certament, reaccionària. Però tot i això, no puc evitar que em semblin injustes. Injustes perquè es torna a cometre l'error de la generalització desconeixedora de la realitat, en aquest cas amb el cristianisme. 

Amb tots aquells crisitians que també volem ignorar notícies així per a concentrar-se en el servei al col·lectiu social. Injustes amb tots aquells cristians que també som anticapitalistes, comunitaristes (que és el sentit original del que s'entèn per comunisme), tolerants, antisistema, crítics amb l'ordre de les coses establert, tal com ho era Jesús. Són injustes aquestes paraules teves, Anna, amb tot un col·lectiu que cada dia sortim al carrer per a reclamar justícia, per a servir a qui més ho necessita (i no per caritat, sinó amb amor i tractant de trobar una solució a la situació). Injustes amb qui entenem que no hi ha estima, amor, edificació ni cap benefici col·lectiu en aquelles imatges. Al contrari, segueixen sent el mateix de sempre. Segueixen representant el mateix de sempre. És Jesús, de qui he après aquests valors, molts dels quals penso que compartim. Per això, t'escric amb estima i cordialitat, amb la voluntat d'una edificació mútua, sense prejudicis ni bigues a l'ull, tan sols amb la voluntat de compartir les reflexions que van ocasionar en mi, cristià, les teves paraules. 

Gràcies.

jueves, 24 de marzo de 2016

La humillación

La humillación es vida. Creo que no hay otra acción que la de humillarse que puedaotorgar mayor grado o nivel de vida a nuestros actos, palabras, pensamientos o deseos. No se trata de la distorsión que hemos creado del concepto, elevando a primera acepción de la palabra el significado que hace referencia al hecho de humillar como algo que denigra, embrutece o minusvalora la dignidad ajena. Muy por el contrario, me refiero a esa versión de la palabra que se suele utilizar como sinónimo de sometimiento, pero a la que yo encuentro una mayor relación con el amor. 

El amor en su máxima práctica. ¿Qué podría ser, si no, el hecho de humillarse ante la otroriedad? Algo completamente puro, superior a lo superfluo y, por lo tanto a la visión que se puede desarrollar en la mayoría de ocasiones. En la humillación encuentro el amor con su valentía correspondiente; el amor con su misericordia; el amor con su sensibilidad. El amor con su principal esencia: apartarse, desaparecer, ceder, entregarse, renunciar a la ostentación de la prioridad para continuar amando desde otro lugar que pueda corresponderle. No creo que en estos momentos haya comprensión social para entender este tipo de amor y, aún más, desarrollarlo. No creo, si quiera, que la haya habido nunca. 

¿Y en cuánto al proceso de comprensión y aceptación de esta humillación? Si intentase escribirlo aquí estaría siendo un hipócrita porque en lugar de humillarme ante quien lea estas líneas, estaría intentando elevarme por encima suyo como una especie de gurú que ya ha alcanzado dicho nivel. ¡Cuán lejos estoy de ello! ¡Y cuán necesitado de humillarme llego a estar! Quizás no alcance a comprender ni a conocer cuánto en concreto. 

Si escribo estas escasas líneas sobre la humillación es gracias a Jesús. Cuando todo aprieta alrededor y la rutina alcanza extremos insondables, algunos de los entornos más cercanos a mí comienzan a viciarse y comeinzo a sentir rabia, ira, odio; cuando asoma la oportunidad de justificar mi autoengaño, mi teatro de arrogancias y soberbias, el lugar donde dar libertad desenfrenada a mi ego; entonces ahí aparece Jesús, lavando los pies de los apóstoles, callando ante Caifás, amando al joven rico. Su testimonio. Su amor. Su entrega. Su cruz. Su humillación. 

Y yo me asombro. Sin palabras para poder explicarlo, me descubro cayendo de rodillas ante todo ello. Y lloro. Y me apeno, porque sólo entonces empiezo a conocer mi necesidad de humillarme. De amar, de renunciar, de entregar. Sin límites. Sin ritos ni ninguna religiosidad que pueda estremecer el espíritu. Tan sólo él, Jesús. Y yo ante él. Pequeño, pero a la verdad grande. Acabado, pero justo recién comenzado. Humillado, pero vivo. Y vivo en amor.

sábado, 12 de marzo de 2016

La otroriedad

Ni tan siquiera el mundo, con toda su complejidad y todas sus posibilidades de acción, puede equipararse a los distintos (sub)mundos que conformamos todos y cada uno de nosotros. Nos somos lo que hacemos. No somos quienes realmente creemos ser. Tampoco somos lo que creemos, nuestros ideales o lo que imaginamos que nos gustaría convertirnos. Somos una irremediable mezcla de todo ello. Nos define nuestra esencia como seres, es decir nuestro carácter, nuestros valores y la potencia con la que estamos arraigados a ellos. Pero también somos producto de la situación que vivimos, de todos y cada uno de los elementos que nos rodean. Y, como no, de lo que esperamos transmitir. Todo ello sombras a nuestra torpe y aparente mirada, la cual crea escudos de carne, murallas de piel, tras las que ocultar todo lo demás. Lo que realmente (o no, eso depende de cada uno), importa. 

Por ello se me antoja la siguiente pregunta: Y es que sabiendo esto, ¿qué otra actitud posible hay ante la otra persona, el otro ser, la otroriedad? Pienso que únicamente la humildad y la prudencia que deberían acompañar siempre al desconocimiento. De esta manera, quizás, generaríamos un grado mayor de accesibilidad común. Al menos, superior al que ahora percibo, que solamente busca acompañarse de ornamentos lingüísticos, de una gestualidad superflua y de palabras vacías. Es necesario trabajar las relaciones humanas desde una óptica diferente a la que se ha practicado hasta ahora. Y creo que esa óptica es la otroriedad. 

Y lo creo convencido. Sumido en mi particular conjunto de egoísmos propios, en mi erróneamente infranqueable concepción de la realidad de la vida, en la fragilidad de mis debilidades y el envite de mis fortalezas. No se trata de dotar, porque entonces estaríamos autoconvirtiéndonos en jueces sin potestad alguna más que nuestro propio deseo, sino de reconocer el valor de lo externo al ego y rehuir de cualquier motivación y argumentación a favor de el enaltecimiento o la humillación. Y más allá de esto, de buscar el sufrimiento de ese ser externo hasta el punto de compartirlo. Y con el sufrimiento, el resto de sus emociones que pueda expresar en distintas situaciones. 

No es simplemente el ponernos en lugar de la otra persona. Esto no deja de ser otra forma más de egoísmo porque tan sólo nos imaginamos a nosotros experimentando esa emoción. Sólo es útil para comprender, pero no para acompañar y ser. No para crear 'otroriedad'. Esta otroriedad tan sólo es posible cuando descendemos de nuestra supuesta autocomplacencia y nos disponemos junto a la otra persona, comprendiéndola, sufriéndola, amándola. Creo que no somos figuras independientes ubicadas en un espacio común para crear una vida colectiva en apariencia, sino que somos seres con una voluntad nata colectiva, dispuestos en un espacio común para encontrar la riqueza, el poder, lo alto y lo profundo en el conocimiento y la vivencia de los otros y las otras.

sábado, 13 de febrero de 2016

Mi sesión final con Freud

El otro día me colé en el teatro, en un intento de conocer nuevos elementos sobre la personalidad y la historia de C.S. Lewis, en la obra La sesión final de Freud, en la que el personaje del profesor en Oxford co-protagoniza con el personaje del psicólogo Sigmund Freud. Una obra realmente increíble, que plasma con bastante fidelidad las ideas de los dos intelectuales y enfrenta sin prejuicios al cristianismo con el ateísmo. Todo ello enmarcado en un espacio que no varía, quieto e inánime, y con el peso y el ritmo que los dos personajes aportan a la trama. Una hora y cuarenta minutos de auténtico mérito, sin duda. 

Me llamó la atención comprender a un Freud desgastado por el paso del tiempo y la enfermedad. Aunque no pude evitar sentirme más identificado con Lewis, con quien comparto fe y a quien conozco mucho más. Aún así, me sorprendió la avidez con la que el creador de la obra utiliza la postura del ateísmo para desmitificar el cristianismo, más allá de las propias afirmaciones de Lewis. Como cristiano admito la idea que el 'cristianismo' que refleja la historia vivida no es más que otro movimiento ideológico más, que ha aportado sus beneficios y sus perjuicios a un mundo en el que ha gozado de gran importancia (especialmente en occidente). En efecto, otra estructura como el ateísmo, entretejida en un imaginario colectivizado muchas veces a base de palos y apaleados, pero también gracias a convicciones sinceras que incoroporan en sí mismas la necesidad de ser compartidas y que no son fruto de locuras, ni absorciones mentales, ni traumas previos ni autoengaños. Ahora bien, fruto de la postura que defiende Freud en la obra de teatro, se me plantea la siguiente pregunta: ¿somos todos los cristianos, pequeñas partículas de la comunidad descrita aquí? ¿Vivimos todos los cristianos ese cristianismo conveniente, conformista, adaptado, estructurado y segmentado en base a gustos, interpretaciones, ideologías y, por qué no, colores? Freud llama 'tenaz' a Lewis en la obra y me parece un adjetivo correcto (no peyorativo, evidentemente) para definir mi respuesta negativa ante estas preguntas. 

Soy cristiano y soy consciente de que no experimenté mi conversión para llevar una vida de 'adoración y continencia' místicas, dirigiéndome hacia un objeto, una imagen divina mitificada y sostenida por una épica sobrenatural. Creo que existe una ley moral que debe ser utilizada para distinguir el bien y el mal con todo rigor y espíritu autocrítico, especialmente. Y creo que comprendemos el sentido y el significado de esta ley moral al aceptar a su creador. A Dios. Un Dios que ha participado constantemente en los sufrimientos de la vida del mundo (como diría Bonhoeffer) hasta el punto de humillarse a sí mismo ante nosotros y morir por amor y remisión. La enseñanza de Jesucristo, de amar a los demás, como si tratase de nosotros mismos, no es utópica ni es un peso imposible de cargar por las diferentes generaciones y épocas de la humanidad. Precisamente eso es lo que la hace todavía más brillante: su sencillez y posibilidad.

Al llegar a este punto quiero aclarar que este cristianismo (creer en Jesucristo como Hijo de Dios y salvador) no ha menoscabado mis capacidades psicológicas ni mis nociones intelectuales. Tampoco es fruto de una experiencia terrorífica ni de un entorno condicionado. Snecillamente, me he descubierto arrodillado ante una serie de evidencias ante las cuales sólo he podido callar. Traspasado por un verdad que desconocía, inimaginable, inteligente, cuerda, sincera e irrefutable para mí. Evidentemente que esto no ha acabado con mi persona. Sigo teniendo miedo de la muerte. Y cuando me descubro, sólo, en mi habitación, utilizando mis recuerdos para encadenar una fatua línea de visión hacia el futuro, me acobardo ante según que y que posibilidades. Cada día sigo descubriendo de nuevo a Dios, y a mí ante Él, todavía más pequeño de lo que ya me consideraba. Mi idea acerca de Él está en constante variación, como explica Lewis en la obra de teatro. Y muchas veces me derrumbo ante la debilidad de mi ser, la soledad de mis sentidos, mi cobardía y mi inmadurez. Pero con todo ello, me siento firme y sensato en la fe. Terriblemente imperfecto, pero tranquilamente sujeto a Su restauración.

sábado, 30 de enero de 2016

Ensayo desde la extenuación

Soy tan efímero como mis momentos. O bien, mis momentos son tan efímeros como yo mismo. Vienen, se quedan por unos instantes, extraños no invitados, y se marchan, sin dejar goce alguno. Y no es el verlos circular lo que puede llegar a provocar el dolor, sino la toma de conciencia de que están entrando y saliendo de mí, sin llegar siquiera a permitir el plantearse algún gozo o algún sollozo alrededor de su significado. O quizás, es mi propia condición de efímero la que causa todo este vaivén insensible y soberbio. ¿Y, por qué no, fijarse también en las condiciones del entorno? ¿Acaso no es todo efímero ahí fuera? La rutina que me absorbe día tras día puede que sea la misma en esencia pero nunca lo es en forma, ofreciendo así esa falsa apariencia de aventura cotidiana. Y, en cuanto a los temas de primer orden en la opinión pública y colectiva, ¿el gen efímero no forma ya parte de la idiosincrasia política, económica y social? Las valoraciones sobre una posible coalición de partidos conservadores se truncan al día siguiente en pos de una guerra en las izquierdas por ver quién alza más alto su cabeza. Las frutas turcas que hoy se destruyen en la frontera con Rusia mañana serán inaccesibles por coste para muchas personas. Y, por último, las fiestas que durante todo el año se han preparado se queman con la primera llama de petardo, con la primera caja repicando ritmos monótonos. 

Es evidente que todo lo que vivimos es efímero, dado que lo que es efímero tan sólo puede garantizar su supervivencia a través de la repetición. ¿Puede que sea esta la causa de la falta del goce en mis actividades rutinarias? Aunque el efímero fuese yo supongo que también me estaría repitiendo para tratar de vivir un poco más. Lo cierto es que más allá de ser repetitivo, lo efímero es extenuante. Y es aquí donde cabe entrar en la reflexión acerca de la necesidad de sentir gozo en nuestras vidas. Cuando todo parece convertirse en una vana y efímera (pero constante) repetición, las capacidades del disfrute son anuladas y venimos a ser esclavos de una serie de símbolos e imágenes acerca de la realidad que, aunque presentadas en diferentes ocasiones y de distinta forma, no dejan de ser repeticiones. Repeticiones efímeras que sin embargo exigen de nosotros un esfuerzo físico y un desarrollo de las capacidades mentales que son únicos, que una vez pasados no volverán y, sobre todo, que una vez dañados difícilmente podrán restaurarse. Entonces, pese a nuestras consideraciones y autoengaños de dotar de importancia eterna aquello que es pasajero, no es el carácter de las cosas en esencia efímero un gran bucle destructor de la sociedad? Puede que sí. Si no, probablemente no existirían estas líneas, las cuales considero fruto del daño infligido por la repetición cotidiana de montones de elementos efímeros, que me hastían.