lunes, 10 de abril de 2017

La ciudad amarilla

Donde vivo, por la mañana temprano, todo parece amarillo. No es que sea algo inusual ni extraño. Supongo que es el tono de las farolas que hay en las calles, que lo revisten todo de un canario limón intenso y no apto para cualquier esquizofrénico que ande perdido por ahí a las siete menos cuarto de la mañana. Al principio de todo, cuando llevaba poco tiempo siendo testigo de ese momento tan concreto del día, me sorprendía ante la visión, al parecer sacada de alguna película de espionaje de ambientada en una gran ciudad durante los años setenta. Sentía que sólo me faltaba el cigarrillo y el sombrero. Ahora comprendo que guardo una relación estrecha con el aspecto de ese color amarillo. 

Igual de intenso. Igual de chillón y pálido a la vez. Tan fuerte como para cubrirlo todo y tan frágil como para desvanecerme con la primera luz clara y concreta del día. También las personas parecen diferentes a los ojos de ese amarillo específico. Los autobuses cruzan las carreteras vacíos, sin nadie que mire ni nadie a quién mirar. Y entonces me pregunto si soy el único que se siente como un extraño, como un ser completamente ajeno en medio de esa situación.

Vuelvo a ver el amarillo y pienso en los momentos en los que me irrito. ¿Serán consecuencia de la visión de ese tono tan particular o es que soy yo el amarillo sin remedio? Siempre he creído que no somos producto de nuestras circunstancias y, sin lugar a duda, ese amarillo es producto de aparecer en un momento del día en que la luz solar todavía no es lo suficientemente fuerte como para desvanecer su intensidad. Pero sigo creyendo que las situaciones no pueden definir cómo somos. Tan efímeras y pasajeras. Tan desconocedoras de lo que en realidad nos ha llevado hasta ellas. ¡No tienen ni idea!

Sin embargo no se pueden evitar. Ahora mismo no puedo separarme de ese amarillo canario limón intenso, no apto para esquizofrénicos perdidos en la gran ciudad a las siete menos cuarto de la mañana. Al contrario, creo que nunca antes se ha dado mejor escenario para la admiración y el aprendizaje, por eso lo contemplo y lo observo, maravillado, atónito, sorprendido de la belleza que guarda en su esencia aunque su forma, a veces, resulte dolorosa al contacto visual.

Por supuesto que esto no va de colores. Ni mucho menos de un amarillo, por muy particular que sea. Esto trata del propio ser, y la manera en la que afronta los diferentes escenarios en los que se va encontrando. Tanto para contemplación de unos mismo como para inducción en la dimensión divina que corona todos y cada uno de esos escenarios. Perdón por este último tono. Debe haber sido un destello del amarillo que soy. Siento, y en segundo lugar veo, que el día comienza a clarear y todo se vuelve azul. Un azul apagado  terroso. Y todo se convierte en algo realmente bello que me cuesta describir. 

sábado, 1 de abril de 2017

La danza del ser

Un largo paseo, sin prisa, por una larga playa, sin final, en un largo silencio. No es más que un sueño, aunque es posible que últimamente se hayan alterado los límites entre mi percepción de la realidad y los sueños. Hoy no escribo por nada más que por escribir. Porque así me alejo de mis circunstancias, de la situación, y me recuerdo a mí mismo que no es ésta la que me define, sino lo que soy. Porque no nos reconocemos en aquello en lo que estamos. Ni siquiera en lo que podemos llegar a convertirnos, sino en lo que somos.

Siento como mi ser danza. Y no hablo de la estampida tan variada de emociones que pueden recorrerlo a uno durante la semana. Precisamente, creo que hay muchas emociones que están sujetas al escenario en el que nos encontramos. Me refiero a todos esos movimientos que te conducen a la plenitud. Porque la plenitud es espontánea e imprevisible, pero completamente conocedora de su esencia y con un carácter perfectamente definido. En mi caso, como siempre recuerdo, esos movimientos están ligados a mi fe en Jesús, la plenitud para mí. 

Me gusta el periodismo. De verdad que me encanta. Pero ahora comienzo a preguntarme si lo que yo había entendido como periodismo es diferente de lo que me estoy encontrando hasta ahora. No quiero volver a hablar de precariedad, de alter egos y de señores y señoras de la guerra de los medios. Tan sólo expreso mi confusión ante un escenario que no da respiro. Y mi cansancio, aparte de emocional, también necesita respirar. Eso es lo que me lleva a pensar si se ha alterado mi percepción entre realidad y sueño en relación con el periodismo.

Supongo que también hay lugar para dilemas durante la danza del ser. Pero ¿acaba en algún momento esta danza? Si he comprendido lo que creo que significa, espero que no. Imagino que los dilemas sí. Por eso intento no preocuparme demasiado y trato de vivir las circunstancias, el momento, no en base a lo que ellas me dictan que sea, sino como soy. Qué fácil me ha quedado escrito aquí y que complicado es cuando estoy lejos de este espacio. 

Quizás este soñando en este momento, o no. Perdón, no quiero añadir gratuitamente misterio al texto porque yo no soy misterioso. Tan sólo quiero escribir, tal y como me dicta esta danza que experimenta mi ser. Con influencia de las emociones, sin duda, pero con la mira en esa plenitud que es el fin de esta baile.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Hemingway me ha invitado a hablar

Lo cierto es que no tenía pensado escribir esta semana. No me siento cómodo ocupando el espacio público con mis pensamientos, pero lo siento. Hemingway me ha invitado a hablar. Y para mí la escritura es el altavoz que más concreción demuestra en el ejercicio comunicativo. Esta semana lo demostré, leyendo El viejo y el mar, cada día en el trayecto del tren. Ese espacio al que, en cierta manera me voy acostumbrando cada vez más, y que ha terminado por despertar en mí un extraño sentimiento hogareño. ¿No resulta curioso que la distancia que tengo que recorrer hasta el trabajo, algo que evidentemente me limita tanto, esté provocando en mí el mayor ritmo de lectura con el que jamás había leído en mi vida? ¡Qué paradoja! Algo que resulta ser una limitación asfixiante, por otro lado está cargado de liberación.

Y ahí me encuentro. Sentado en el mismo asiento de cada día, observando cómo el paisaje despierta al amanecer por la misma ventana de cada día. Básicamente, porque a esa hora no hay nadie que pueda quitarme el sitio. El viejo, el mar y yo. Tres arquetipos de caminos entrelazados. Me pregunto quién debo ser. Si el viejo, el mar, el pez pescado o los tiburones. Tranquilidad. No estoy desvelando nada del argumento del libro. Es algo mucho mayor que cualquier simple descripción que yo pueda hacer aquí. 

Lo cierto es que hay momentos en los que siento que soy el viejo. Atrapado en el mar, como si se tratase de una situación vital específica, mientras éste me trabaja y me cansa hasta creer que desfallezco. Pero al mismo tiempo aprendiendo, en y de la soledad. Ninguna novela había despertado en mí tal sentimiento de compañía como esta de Hemingway, a lo largo de las páginas en la que el viejo se encuentra solo, en el mar. ¿O quizás sea el mar? Pero ¿puede alguien convertirse en sus circunstancias? La relación del viejo con el mar no es la de un simple sujeto y su escenario, sino que llega al punto en que se fusionan y un pierde de vista dónde comienza el viejo y en qué lugar acaba el mar. ¿Acaso no son el tren y mis viajes en él, las mañanas y las noches a la luz artificial de las farolas, el paso de los días en el calendario, una extensión de mi propio ser? Creo que estoy en relación con todo ello en la medida en la que interactúo y reacciono a todo ello. No dejo de plasmar mi carácter. 

Luego está el pez pescado, que me hizo pensar si había cometido el error de llegar a acomodarme tanto en mi escenario que no había visto venir la extraña y misteriosa oscuridad que me captura. Si mis raíces en un contexto determinada me habían cegado ante el anzuelo. En el libro me molesta que el viejo hable con el pez porque lo ha matado y ya no podrá volver a nadar. También me veo a mí mismo, malvado, en la figura de los diferentes tiburones. Aunque elegante, el Mako no deja de querer comerse al pez y provoca la reacción agresiva del viejo. Por eso se acaba hundiendo en el mar, muerto. Me pregunto en cuantas ocasiones habré disimulado lo malo de mis actos y mis palabras en bonitos y elegantes movimientos. Este aspecto humano, siempre que lo descubro, me asusta. Por eso el fin es el mismo que el del resto de tiburones, los Galanos. Menos sutiles. El reflejo translúcido del mal. La visible oscuridad del mar, tal como se refleja en el relato de Hemingway. No me cuesta nada sentirme identificado con ellos porque lo único que hacen es devorar, saciar su carne con carne. Y esto le es innato a cada persona. Aún así los repudio, incluso más que el Mako, y soy consciente que con ellos me repudio a mí mismo y, por tanto, a mi situación. 

Probablemente ese sea mi error. El repudio de las circunstancias y el contexto en los que constantemente olvido que también se encuentra representado mi ser, por extensión, sufriendo y llorando, riendo y gozando. El viejo no pregunta. Yo sólo hago que preguntar qué clase de mar es este en el que me encuentro y si se ha roto mi barca. Pero ya lo responde el mismo Hemingway cuando dice: "Ahora estaban en el tiempo de los ciclones, y cuando no hay ciclón en el tiempo de los ciclones es el mejor tiempo del año". No sé si ha habido ciclón o no. No sé si me encuentro justo en medio de uno. Sea como el viejo, el pez pescado, el mar, o alguno de los tiburones, aquí me encuentro, en mi barca, en lo que podría estar siendo el mejor tiempo para mí, ahora.

sábado, 11 de febrero de 2017

Insaciable

He decidido liberar mis sueños para que puedan ir al lugar que les corresponde y que ahora desconozco. Liberarlos y liberarme, porque lo cierto es que últimamente me han resultado pesados. No se trata de una renuncia. Quizás haya sido el planteamiento de sueño que hace nuestra sociedad, como si se tratase de una línea limítrofe cuya consecución define la diferencia entre una vida de fracaso o de éxito. Y en un contexto tan emotivamente opresor, a veces lo mejor es alejarse. O alejar el objeto del enfoque de esa opresión. 

Me resulta demasiado simplista el razonamiento que trata los sueños como si fuesen algo que sencillamente hay que cumplir para obtener un estatus mayor de felicidad o realización personal. No deja de ser otra muestra de esta idea de acción-reacción en la que vivimos atrapados constantemente. Quiero que mis sueños me acompañen toda mi vida. Que aprendan a alejarse cuando sea conveniente y a desaparecer si la ocasión requiere de un sacrificio superior. De hecho me niego a convertirlos en otro eslabón más de este entendimiento tan banal de las diferentes realidades del mundo. 

Parecemos educados para construir nuestras vidas alrededor del trabajo. Incluso nuestros sueños. Hasta el punto que estos se acaban solapando y perdemos la noción que diferencia un elemento del otro. Esto es lo que me hace sentir cargado. Me cansa, tanto como lo hace el abanico de analistas políticos que monopolizan todos los canales de difusión, con un egocentrismo que me supera, para decir lo que quieren decir sin preguntarse si es lo que se necesita o no. 

A veces me descubro a mí mismo insaciable ante esta realidad. Con ganas de devorarlo todo. Sueños, trabajo, relaciones, y todo bajo esa idea de que necesito alimentarme. Entonces sé que ha llegado el momento de alejarse. De retirarme del monstruo de la actualidad. De la cultura del ego. De los analistas políticos que monopolizan todo el espacio. De mis sueños, que se han fusionado con el trabajo e intentan atormentarme para que los sacie. 

Y nunca estoy lo suficientemente lejos. Pero cuando a veces consigo distanciarme, por poco que sea, me doy cuenta de que todo es una ilusión. Una cruel ilusión sistémica que ha establecido un orden de vida salvaje y egoísta, cruel e impúdico, en el que todo se construye alrededor de la necesidad de saciar el apetito y la sed propios, que no conocen límite. Desenfrenado. Insaciable.

sábado, 4 de febrero de 2017

El paredón

Sucede que en un momento preciso y concreto, como en una chispa de instante, nos encontramos ante la otra realidad. Aún no sé si llamarlo otra realidad o la realidad de la otra (persona, por supuesto). En cualquier caso, me refiero a la idea del hallazgo de otra existencia ajena a la propia y la realidad que ésta conlleva consigo misma. Porque, ¿qué es la realidad? ¿Mi vivencia? No sé si aquí puedo hablar de comprensión, pero cada día se hace más evidente en mi concepción del universo lo pequeño y diminuto que llego a ser. Quizás por eso, sienta la necesidad de generar recuerdos en la personas a quienes conozco. Para garantizar que, al menos algo, perdure. 

Entonces aquello que considero la realidad no es nada más que todo el conjunto de mis pensamientos y de mis vivencias, mezcladas entre sí y alteradas sin ningún orden. Las mías, las de un minúsculo creador de recuerdos. ¿Cómo puedo pues, fiarme si quiera de mí mismo? La autocrítica es uno de los mayores regalos que nos podemos hacer, por tal de mantener controladas la infinidad de aspiraciones de esa visión tan particular acerca de la realidad. 

Sucede, como decía, que en un preciso momento nos encontramos con la otra (realidad y, por tanto, persona, o viceversa). Y siempre surge, en medio de lo considerado como propia realidad, un cierta idea de invasión, de contraposición. Un eclipse de luces invisible. El paredón. Ese momento, ese espacio, ese instante en el que la realidades encontradas se convierten en alter ego enemistados, incomprensibles, juzgados. 

He comenzado a creer que utilizamos las ideas, las creencias, las maneras de las otras (personas, por supuesto) como un simple pretexto para justificar un rechazo generalizado, o bien la supremacía de lo propio. Sólo las descerebradas (personas, por supuesto) añaden la raza, el origen o la lengua a ese pretexto. Pero de una manera más o menos refinada, el paredón recibe su alimento y todos nosotros aseguramos este magma de valores y de acciones-reacciones que hemos construido y establecido. 

Esta semana estaba grabando en el juzgado. Pasan dos (personas, por supuesto). Me piden que les pregunte algo. Me niego y comienzo a sentirme incómodo. Deciden marcharse. Pero no se han ido en mí. Estaré los próximos minutos alimentando mi realidad, alimentando mi paredón. El lugar al que yo envío a quien yo quiero y cuando quiero. Voy conduciendo. Me distraigo y ocupo un momento el carril de la izquierda. Más atrás viene un coche de alta gama, nuevo. Me pita durante varios segundos. Vuelvo a sentirme incómodo. ¿Debería preparar el paredón para mí mismo? Una víctima propicia a la otra. He cometido un error, pero él ha exagerado. ¿Por qué hay que llegar a una resolución concreta? ¿Por qué necesita la realidad propia obtener una conclusión? Odio el peso de esa necesidad y lo interiorizado que está. Ahora no sé si era esto lo que quería decir. Ni por qué lo quería decir. Al fin y al cabo, estoy reclamando, me estoy apropiando de un espacio público con esa necesidad de generar recuerdos. Mientras tanto, he ido limpiando el paredón para cuando crea que vuelve a ser necesario. Todo lo justificamos bajo la tiranía de la necesidad.

sábado, 21 de enero de 2017

Sombra

En un determinado momento a lo largo del día, a lo largo de la semana, a lo largo de esta experiencia rutinaria que se acaba imponiendo como única medida del tiempo, sucede algo y entonces mis pensamientos se desencadenan. Y no es que pierda el control de la situación, sino que sólo entonces recuerdo que no lo tengo. Así, la consecuencia de aquel algo que ocurriese antes viene a ser más evidente. Una evidencia que duele y aprieta los sentidos. Soy una sombra de lo que soy.

Poco a poco voy arrancado la capa superficial de piel de la yema de mis dedos. Siempre he creído que era una manifestación nerviosa, pero realmente no sé porqué lo hago. ¿Y si fuese por dotar de un mayor grado de excentricismo mi actitud? ¿Y si se tratase de una máscara? Ahora mismo siento que no puedo saberlo. Hace poco he leído Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi. ¡Qué libro tan hermoso! Ahora me encuentro explorando cuáles son esas razones del corazón que hacen tambalear todo el universo comprensivo y conceptual que me he ido fabricando. Quizás por ello sienta que no puedo ni tan siquiera saber por qué me destrozo los dedos, pese al dolor que me causan algunas heridas y la debilidad de la carne pelada. 

Pienso en si he ganado al día a día. Si hay algo digno de destacar más allá de la rutina de ir y volver del trabajo, alimentarme, vestirme, dormir, hablar con las personas de mi entorno. Soy poco sensible conmigo mismo y con mi rutina. A veces me desprecio. A veces la desprecio. Porque busco un elemento que revista de un carácter especial todo lo demás, que sirva como bandera de aquella jornada, que convierte en inolvidable el día, el momento. Siempre que me visita, esta carga me aplasta. La idea de mitificar el momento es demasiado pesada y poco sensible por mi parte. Para con mi fe en Jesús, en primer lugar, pues su camino es el de soportar el sufrimiento existente (y no el infundido por mí mismo). También para las personas con las que me relaciono cada día, a las cuales me ofrezco como sombra egoísta y no como marido, como hijo o como amigo. Y a mí, que trato de convencerme del sentimiento y del desamparo emocional como algo objetivo, como un elemento que debe condicionar la realidad que me rodea. 

Y vuelvo a sentarme frente a la pantalla, juzgándome por no usar una libreta. De nuevo la insensibilidad. El otro día tuve que saltar literalmente del coche para coger el tren, que ya salía. Me exijo reflexionar acerca del amor y del perdón; acerca de la justicia y la situación; acerca del periodismo que hago y del que me gustaría hacer. Y entonces vuelvo a verme zarandeado por el pensamiento y, de repente, la sombra. ¿Estaré perdiendo la empatía?

¿Cómo es el universo que me he ido construyendo? Ahora no puedo saberlo. Sencillamente, sentarme a ver cómo se destruye y viene a ser nada. ¿Cuáles son esas razones del corazón que lo convulsionan todo? Ahora no puedo saberlo. Tan sólo quiero dormir uno, dos, ocho días seguidos, sin despertar. Ignorar esa sombra que me incita al juicio y la insatisfacción, que me pesa y no me conoce. Ahora no puedo escribir, si no me exploro, si no me conozco. Si hay sombra en mi sombra.

viernes, 30 de diciembre de 2016

Comer hasta sentirse mal

Hemos vuelto a comer demasiado. Más de lo necesario. Más de lo equitativo. Sin hambre y por vicio. Somos la espeluznante imagen de un ejercicio meramente carnívoro, convertido en tradición. Y la tradición en rito. Y así, regresan aquellos días en los que los platos rebosan, aunque no haya hambre. Los cuerpos se cubren de apariencias y marcas, en un sobreesfuerzo vanidoso de sacar pecho por el sistema de valores que nos conduce a ello; la manera de hacer funcionar la máquina que somos y para la que hemos estado trabajando tanto tiempo, todo el año. 

Y ante toda esta borrachera de sopas y caldos, de copas de cava brindando, de brillantes y de reflejos dorados, se me ocurren muchas palabras. Me vienen a la mente muchos rostros y personas. Pero, sobretodo, pienso en Jesús. El pretexto. La cabeza de turco. El chivo expiatorio con el cual nos hipotecamos a nuestros brillos y bellezas. Pienso en Jesús, como creyente de sus palabras pero también como habitante del planeta, ciudadano de una sociedad y un contexto concretos, marido, hijo, hermano, cuñado, amigo, vecino... Entonces vuelvo a caer en la alegría, hacia Dios, de esas palabras que aparecen en el texto bíblico, justo en el momento en el que se conoce el nacimiento: "Esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó los tronos a los poderosos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos". 

Me pesa esta comida y la manera de comerla. La manera en la que se arrojan todas estas hipocresías y contradicciones sobre lo establecido como objeto y motivación de las fiestas, deformando, distorsionando, diluyendo entre mariscos y cava los acontecimientos originales. Y no sólo por ello, sino por lo que representa esta celebración, que no es más que una gran orgía sistémica con la que celebrar que se cierra otro año, otro ejercicio, otro espacio determinado de tiempo, funcionando de la misma manera, con el mismo sistema de valores y manteniendo los statu quo y sus procedimientos establecidos. 

Pienso en Jesús, naciendo ya como refugiado (por causa de la persecución de Herodes) y en los padres, otros dos pobres y marginados que tampoco tienen lugar. Salgo a la calle, a que me digan que es lógico pagar 40 euros por un "menú de Navidad", cuando seguramente la persona que me atienda sigue con su sueldo "no navideño". Entre la embriaguez de luces, de pieles de animales a precio de años de trabajo, de cucharas y tenedores chocando con dientes satisfechos y estómagos comlplacido; no veo a Jesús. Ni tan siquiera el rastro de su sombra. Porque precisamente, desde el nacimiento, es lo que rechaza. 

Aparte de la esperanza de mi fe, en Jesús he encontrado el rechazo a este sistema establecido entre élites que trepan y trepan por la pirámide, en el arrebato de una sed insaciable por alcanzar una cima que no existe, que no se acaba nunca. La condena de este sistema de valores que sigue esforzándose en dotar al "yo" de un carácter protagonista y que deja todo lo demás al buen resolver de las migajas de la caridad. Caridad, al mismo tiempo, que no busca una resolución para este sistema, sino que se adapta a él y a sus lagunas. 

En Jesús veo el rechazo de toda esa clase mixta, entre alta y media, intelectuales, gobernantes y agentes económicos, que han aceptado los patrones de funcionamiento sistémicos. Es decir, el juicio, el prejuicio, la marginación, el tópico, la discriminación. El rechazo de todas aquellas personas que, en su idea navideña, le han pintado la cara blanca y las mejillas de rojo al niño de escayola, mientras se apartaban de quienes buscan refugio por el hecho de tener una piel diferente; el rechazo de todas aquellas personas que han creído que esto va de corbatas, tacones y pajaritas, dando la situación por hecha; veo también el rechazo de quienes han quemado el árbol y los adornos y se han olvidado de trabajar en el contenido de lo que era necesario.

El rechazo que veo en Jesús de todo este sistema de elementos y funciones, presenta otra forma. Exactamente igual que cuando detuvo a aquellos fanáticos religiosos que querían apedrear a una mujer a quién acusaban de adúltera. "¿Dónde están los que te acusaban?", le pregunta. Aquí estamos. No por nuestras convicciones religiosas, ya sean cristianas, ateas u otras. No porque hoy se condene el adulterio como en la época. Sino por la hipocresía y la dureza de corazón con la que seguimos haciendo funcionar todo. No es por el brindis en sí, pues, sino porque siendo conscientes brindamos para olvidar. Para olvidar la lágrima que se derrama y la voz que nos reclama.