viernes, 19 de octubre de 2018

Guyana, Surinam

La idea de lo colectivo, tal cual la percibo, me parece muchas veces una fuerza bruta, insensible y cruel que empuja hacia la soledad. Se debe escoger algún bando, pero ser crítico con todo es el diagnóstico previo a una marginación. No sé si es una cuestión únicamente ideológica. Descubro que también me afectan las formas en las que, como colectivo, como masa social, nos relacionamos entre nosotros. Salir a la calle sintiendo que alguien te empuja a una soledad asegurada, mientras las miradas te miran.

Hay momentos en los que siento cómo estoy avanzando, imparable, al aislamiento. Y sin quererlo. Sin tan siquiera buscarlo. Cada vez me resultan más numerosas las voces que hablan y hablan en la cotidianidad, en lo banal de la rutina, pero menos, las que escuchan en profundidad, en las hondonadas del corazón de la otra persona. Menos, las que se alejan del griterío para sentarse en el parque, a la sombra del árbol grande, y recorrer tu mirada en busca de saber quién eres, y no cómo estás.

Menos, quienes observan la realidad, y más, quienes la convierten en un baile de opiniones con dagas escondidas en los talones. No vaya a ser que el tango se gire y de un revés inesperado. Cada vez encuentro más sombras en las luces que brillan aquí abajo, más ruido porque no puede ser que haya silencio. Más "verdades" creadas para ocultar más mentiras, y más mentiras revestidas de una apariencia de falsedad, entre galas de canciones que hablan de egoísmo y parlamentos que juegan con naciones y países, y su destino.

Y yo estoy ahí, sentado en un lugar para el que no he pagado billete alguno, sobrellevado. Avanzando hacia un aislamiento mayor. Sabiendo que puedo compartir una sonrisa con tan sólo un silencio, pero sintiéndome incapaz de reír mientras salgo a la calle y todo grita. Hubo un tiempo en el que me consideraba un pesimista. Ahora me pregunto por qué nadie habla de Guyana ni de Surinam. Y me pregunto si comparto carácter con esos países.

En frontera con Brasil, Venezuela y el Atlántico, pero sin despertar relevancia alguna en el orden de las bolsas, ni de las conexiones en los vuelos internacionales. Ni en los anuncios de viajes de pedazos de un cielo entre cocoteros y arena blanca. Una invisibilidad permanente. Un aislamiento asegurado. Le he preguntado a un amigo de la zona por qué no hay rastro alguno de estos dos países y nada. Me pregunto si debería volar hasta Guyana y Surinam, a ver si allí se siguen oyendo las olas que rompen en la playa. A ver si alguien se acerca para mirarte a los ojos y decirte que vio a uno de los cohetes descritos por Tom Wolfe caer en su playa, y luego te pregunta qué clase de peregrino eres que visitas el lugar. A ver si vuelvo a encontrar algún sonido en el silencio, una canción sincera, una conversación que no se estanca ni se exaspera, una escena de la que no sentir aislarse.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Noruega

Hay un dibujo extraño que pende de una pinza en un hilo, dentro de mi despacho (léase la habitación donde guardo mis libros, mis libretas garabateadas con viejos poemas de la adolescencia y algunos de los recuerdos más importantes de mi vida en forma de fotos o de manuscritos). En el dibujo, un niño con los ojos rasgados, el pelo negro y una sonrisa prudente, mira hacia una cabeza más grande, con gafas y barba, y el pelo largo y lacio que le sube hacia arriba, como si estuviese boca abajo. Después de aquel dibujo, fue la última vez que me corté el pelo.

Reconozco que mi aspecto físico no es dependiente del dibujo, pero es que aquel papel lo garabateó Mohamed Reza en el campo de Moria, en Lesbos, hace un año, y ayer recibí un correo de su hermana mayor Mahtab que me ha hecho volver a mirar el dibujo que cuelga en mi "despacho". Mohamed Reza es un niño de unos 10 años, al que deduzco que le gustan la películas de acción y la broma, por lo que pude conocerle durante los días que conviví con él en aquel lugar. Le recuerdo con la camiseta de Spiderman que llevaba siempre y una visera de tenista que se ponía a veces. Ahora está en Noruega. 

Para eso me escribió ayer su hermana, Mahtab, para decirme que hace dos meses habían llegado a Noruega. Todavía recuerdo el último día en la isla. Volvíamos a casa y nos los encontramos en un centro para familias, una especie de club de día donde realizar actividades o pasar el rato. En Moria no habíamos intercambiado ninguna palabra porque el ambiente era tenso y una parte de nuestro trabajo era organizar las filas del reparto de la comida. Pero aquel último día en Lesbos d, escubrimos que Mahtab sabía hablar inglés, que lo había aprendido en Irán, y que quería ir a Noruega para encontrarse con el mayor de los hermanos. Sí, hay un hermano mayor. Cuando la conocimos, Mahtab tenía 16 años y se responsabilizaba del cuidado de Mohamed Reza y de los otros dos pequeños, Mariam y Mohammad Javad. 

Y ayer me escribió para decirme que llevaban dos meses en Noruega. Y que es un país que bonito pero frío. Y que Mohammad Javad sigue preguntando cuándo nos volveremos a ver. Y yo también me pregunto cuándo le volverá a ver. Con él jugué a hacer burbujas y a explotarlas, volví a ver Tarzán y, sobre todo, a hacer de columpio humano. 

Nunca hubiese dicho que podría llegar a sentir Noruega tan cerca, familiar y cálida, como desde ayer. Siento que hay un trozo del país en mi "despacho" (no importa si de cuidad o de campo). Es más, siento que Noruega, como, tal ha dejado de existir para mí, y me imagino a Mahtab y a sus hermanos en medio de tantas otras personas, unas de piel clara, otras no, caminando con el olor de los pinos en medio del frío. Siento que ya no existe Noruega, ni España, ni siquiera Lesbos, y veo a todas esas personas caminando, de aquí para allá. Eso sí es una victoria. 

jueves, 23 de agosto de 2018

El sentido de la inexistencia

Me he dado cuenta de que necesito escapar del estado de excitación colectiva. Iba a escribir del momento, pero como no estoy seguro de cuándo y cómo poder identificar los diferentes estallidos (dramatizo) pseudosociales, por eso escribo estado, para denotar permanencia. Me refiero al ideal que se viste de gala y brillo todos los viernes por la noche, que busca crear escenas de satisfacción personal pensando en el consumidor (likes) y que eleva a catástrofe universal su observancia particular de la injusticia.

Me pregunto cuándo la voluntad conjunta (y, por tanto, lo que se considera como bueno) comenzó a concluir el capítulo de la conveniencia social. Por supuesto, hay muchos contextos y épocas, pero quiero saber cuándo el patrón de la mayoría empezó a ser normalizado por el simple hecho de ésta serlo o de creer que lo es.

Por la experiencia que he vivido hasta ahora, solamente puedo dudar de lo que se fabrica en cadena o en masa. Especialmente si es pensamiento e identidad. Porque todo acaba siendo un grito inconsistente. Un grito egoísta que quiere que se reconozca un dolor de todo el cuerpo colectivo para que, en definitiva, su propio dolor sea el reconocido y tratado. De ahí que hayan supuestos héroes y villanos archiconocidos, virales diría, de los que se citan en twitter y se imprimen sus caras en camisetas. De ahí que ese sea el ideal colectivo del heroicismo. Los mártires sociales.

Y mientras los tweets suben a la nube y colapsan el cielo (hasta oscurecer la luz que ilumina), auténticos y anonimatos individuales están plantando el árbol al que se refería Martin Luther King. Están poniendo la otra mejilla. Están siendo el lugar de refugio que tantos buscan. O están muriendo arrojados al olvido. Algo que en el otro lado de la realidad, el de los mártires sociales, no se podría ni siquiera imaginar. Las redes sociales no excusan el deseo de gloria. El afán de representar alguna cosa para el conjunto que capitula ideas y concluye tesis de carácter colectivo e irrefutable.

Tengo la sensación de que se avanza hacia la destrucción de la vida comunitarista. La desaparición de las sonrisas compartidas con alguien en la soledad, las lágrimas que no son grabadas, el sufrimiento de la injusticia que es denunciada (no utilizada). Cuando se deja paso a todo ello, el ser de uno mismo se vuelve más y más pequeño. Entonces la inexistencia cobra su sentido.

lunes, 13 de agosto de 2018

Soy una hoguera

¿Dónde están todos quienes me acusaban? Todos se han borrado, y se borran, como si en mi realidad nunca los hubiese conocido. Como si nunca hubiese habido lugar para ellos. Solamente he quedado yo mismo. La conciencia de lo que sucedió. Soy la llama que al mismo tiempo quema las fotografías viejas del pasado, pero ilumina los momentos en los que se tomaron.

Me pregunto por qué no podemos conocer mejor a las estrellas. Sólo a algunas. Las de la Vía Láctea, quizás, y escuchar si susurran por las noches, dándose cuenta de que las miramos. He aprendido que una luz no se puede esconder debajo de una mesa. Quizás ellas no sean luz, sino puro reflejo. Entonces pienso en todos mis escondites, y lo inútiles que me han resultado. Pero me asalta la duda de si soy una llama de esas que esterilizan heridas con alcohol en las películas de acción, o si soy el pábilo que humea.

¿Por qué debe ser todo tan sutil? ¿Por qué no puede haber un contacto directo con la dimensión de la realidad que tan injustamente ignoramos? Da igual. Incluso entonces, habría ignorancia, porque de todas las cosas que se pueden escoger, la ignorancia es la más rápida y común. ¿Por qué no hay fuego que consume todas nuestras dudas y soberbias?

Entonces, caigo en que soy una hoguera. Una hoguera encendida. En lo que a las personas concierne, no hay fuegos casuales. Incluso la falta de intención se ha convertido en uno de los agentes más activos y operativos que configuran nuestras escenas. Soy una hoguera que quema y duele, pero que también alumbra y calienta. Una hoguera que consume, a sí misma en primer lugar.

Cuando temo acercarme al bosque, para no incendiarlo, y mirar hacia arriba, para no contaminar el bello reflejo de luz de las estrellas; cuando vientos me empujan y me azotan para que pierda el control y me pierda en fuegos incendiarios, entonces se me recuerda de nuevo el litigio entre mi experimentada pequeñez y mi infundida grandeza, la dualidad entre la fragilidad y la firmeza. Mi condición de hoguera que no debe quemar, excepto a mí.

jueves, 21 de junio de 2018

Camisetas de Ramones, gorras de Hello Kitty

La última vez que me bañé en el Mediterráneo fue hace un año, aproximadamente, en una minúscula playa de piedras en Lesbos. El agua estaba fría, a pesar de ese calor oriental que te llena hasta la boca cuando inhalas algo de aire. No habían olas. No habían peces. No había nadie. En el horizonte más cercano que tengo la sensación de haber visto nunca, aparecía la costa de Turquía. Durante el día podría ser cualquier lugar. El skyline de mi casa, con concentraciones de población justo delante del mar y pequeñas montañas a la espalda. Por la noche todo se encendía en mil puntos de diferentes tamaños y yo me preguntaba que estaría pasando en cada uno de ellos. Una hoguera veraniega. Alguien viendo el televisor en casa. ¿Hay cigarros tan grandes como para ser vistos a 6 kilómetros de distancia?
En Lesbos estuve doce días. Concretamente en el campo de Moria, donde jugaba con niños que habían escapado del talibán, intentaba enseñar algo de castellano a un periodista que había huido del Baluchistán y guardaba las botellas de agua que nos bebíamos los voluntarios para después repartirlas a las mujeres que iban a buscar algo de leche, antes de que se acabase claro. No me gustan las imágenes trágicas. Detesto el dramatismo inducido. Tan sólo quiero poner detalles a una historia, la de todas las personas que llegan al continente, no la mía, y luchas también contra el olvido que hace que lo más importante de todo, esos pequeños detalles, acaben desapareciendo.
Se puede tener clara la concepción de que un migrante no es un invasor. De que su raza no determina su carácter, o las posibilidades de actúe bien o mal. De que tiene tantos derechos y deberes a estar en este lugar concreto del mundo como uno mismo se encuentra en él. Pero cuando les pones un nombre, una historia concreta, incluso momentos compartidos, se supera el estadio de los refugiados, la masa ingente, y se personaliza esa cercanía de la que ya se es consciente.
En Lesbos conocí a Jawad, un intérprete de la misión española en Afganistán que tuvo que huir con su familia por amenazas de muerte y extorsión. Y conocí a Ali Reza, un niño increíble, que será de esos adolescentes que miden dos metros cuando tienen 15 años y que me enseñó el vocabulario básico del fútbol en farsi. También conocí a Rawan y Mohammed, dos hermanos kurdos muy parecidos y a los que les encanta jugar a las palmas. Y a Adam, su amigo, que tenía una camiseta de The Ramones y se ponía la gorra de lado. Lloró mucho el día que le tuve que explicar que me marchaba. Conocí a Wasim, Ehmut, Ahmed, Mohammed y Naada. Una especie de hermanos Dalton iraquíes de los que pude despedirme con abrazos el día que los enviaron en ferry a Atenas. Todavía me río del sombrero Hello Kitty que llevaba Mohammed.
No he dejado de pensar en todo ellos en el último año. Me pregunto dónde estarán ahora. Si me los volveré a cruzar alguna vez en la vida y que será de ellos. Si seguirán vistiendo camisetas de The Ramones y gorros Hello Kitty. Si serán de esos médicos con gafas de pasta y el pelo cortado a cepillo o recogido en coleta. O si arrastrarán un carro lleno de chatarra. En mi interior pido que tengan oportunidades. Y públicamente sólo expreso el deseo de que se conozca el impacto que han supuesto para mi vida.
Esa masa ingente que llega, incluso para los de mentalidad acogedora e igualitaria, tienen nombres, caras, camisetas y gorras para mí. Y muy concretos.

sábado, 9 de junio de 2018

Amén

Siento que avanzo hacia una desaparición completa. Me encuentro en un viaje hacia una destrucción constante de mí mismo. Una destrucción que, por muy esperanzadora que se plantee la resolución, duele. Es doloroso verse a uno mismo disolviéndose en una infinidad inconmensurable de pequeños trozos, abocados en alguna fracción de los pensamientos que agitan la mente, o quizás en algún looping de la montaña rusa de las emociones.

Reconozco haber confundido el hecho de que la firmeza en un propósito implica la falta de dolor ante el proceso con el que se cumple. Sí, he sido tan ingenuo como para pensar que bastaba con estar aquí, alieno a todo, alieno a mí mismo, mientras esa esperanzadora resolución se va formando. Y lejos de reconocer esa torpeza que me mustia, me he aferrado a la idea de creer que, en cierta manera, esto trata acerca de mí.

Que mis capacidades, mis pensamientos, mis palabras e incluso mis sueños, forman una parte de la naturaleza de ese proceso. Que la puesta en práctica de todo ese mejunje era de necesaria obligatoriedad para mí, para todo lo creído como ajeno a mí, para el desarrollo del proceso en mí. No hablo de individualismo y colectividad. Todo el mundo afronta esa encrucijada en función de lo que está sobre la mesa. Hablo de que he sido mi propio testigo cuando estaban cayendo estructuras de orden y poder que me había construido para mí mismo. Yo estaba allí, sentado ante las paradas de lo que siempre he valorado como imprescindible para mí, mientras caían ladrillo a ladrillo a mis pies.

De alguna manera lo he aceptado porque quiero seguir avanzando hacia esa esperanzadora resolución. He aceptado que el proceso implica mi destrucción, una introspección constante hacia mí mismo con el único objetivo de verme desaparecer ante la comprensión de que no hay nada que pueda acelerar, ralentizar o modificar este avance. Pero duele dar ese amén.

No avanzo hacia mí mismo, sino hacia mi desaparición y lo que ha de resultar de ella. Hay época, curvas de esa montaña rusa emocional, en las que me invade el gran peso del dolor de haber comprendido esta realidad. Y en medio de las tensiones entre mi deseo de aferrarme a lo que soy (aún haber quedado en ruinas) y el compromiso con ese proceso cuya resolución me esperanza, aquí estoy, dando ese amén convencido y a la vez dolorido, fascinándome ante los que me sorprende y guardando, inevitablemente, lo que me destruye para quemarlo en algún momento en una hoguera de lágrimas.

sábado, 19 de mayo de 2018

Fluidez escapatoria

Yo siempre estoy pensando. A veces dudo de si estoy invitado a ese torrente ajeno que circula por mi mente. Estoy de acuerdo con la idea de que es posible detenerlo, pero hay momentos, circunstancias diría yo, en las que es imposible hacerlo. No es una postura subjetiva. Es la voz de una experiencia, la mía en este caso, que constantemente se descubre incapaz de frenar todo ese flujo de pensamientos que no se detiene. Que llega y se marcha, para regresar más tarde y partir de nuevo.

Me molesta especialmente el sentimiento de fluidez escapatoria. Me refiero a esa sensación de creer que se tiene algo en las manos pero no poder agarrarlo y controlarlo porque fluye. Fluyen ante mi incapacidad los pensamientos, no para alejarse. Se mantienes cerca, pero nununca controlables. Quizás el olvido sea un pensamiento que se ha alejado. Pero todavía es excepcional. Supongo que a mi edad lo común es que todas esas ideas existan cerca de uno mismo, pero que resulten inalcanzables.

La calle es una estricta representación de ella. Una franquicia cafetera abre hasta tarde y mientras la persiana no se baja, aunque no entre y salga nadie, siempre hay alguien sentado a la puerta con un vaso delante. En la esquina está la boca del metro y un grupo de chicos y chicas se han vestido para la ocasión. La ocasión de vivir algo que van a olvidar al cabo de unas horas a base de una borrachera. Cuando los veo me pregunto qué pensarán. Qué pensará la persona sentada en la puerta de la cafetería después de saludarme y devolverle el saludo pero no pararme junto a ella. Qué pensarán los chicos y chicas al día siguiente, cuando se levanten y no recuerden nada. ¿Serán esos pensamientos alejados o son de los que escapan, expulsados por la fuerza del alcohol?

Se me hace larga la espera pero no siempre estoy seguro de lo que estoy esperando. Quizás sea porque produzco muchos más pensamientos de los que podría retener. Me pregunto, también, qué será del resto que no plasmo en algo como este escrito, en una conversación o en qué se yo. Puedo imaginármelos ardiendo en cualquier rincón de un lugar indescriptible. ¿Por qué iba a llegar yo hasta allí? ¿Y para qué? Para qué recuperar la idea en la que soy una muralla que se se derrumba constantemente y que vuelve a construirse al momento. Qué de bueno tiene el hecho de que vuelva a pensar en la persona sentada en la puerta de la cafetería en el momento en que le devolví el saludo pero no me acerqué. Por qué vuelvo a pensar en una amistad de toda la vida al recordar a los chicos y las chicas en la boca del metro y siento que brota otra vez en mí la idea de secuestrar el tiempo para que no corra tan rápido y no me aboque a este olvido crónico.

¿Dónde van a parar los pensamientos que no se han pensado en su totalidad y ya han desaparecido? ¿Qué hacía la persona que vivía antes que yo en este piso tal día como hoy? Claro que ella no vivió este día. Pero me pregunto si en algún momento también sintió que sus pensamientos se le escapaban entre las manos y que todo era un intento vano por agarrar y controlar lo que fluye por naturaleza. Qué naturaleza tan sometida al olvido.