En la calle, carteles electorales enganchados unos sobre otros. No se ocultan lemas y rostros, sino identidades. No es poesía visual del espacio urbano, ni la simple idea de que "la política es así". Es un reflejo de una sociedad que entiende la victoria como algo que oculta, pisotea y hace desaparecer lo otro, lo que pierde, lo derrotado. La democracia de la competencia, y no de las ideas, sino de los alter egos.
¡Es tan difícil crecer comprendiendo las implicaciones de ser el último en este contexto! Precisamente por eso, porque cuando se es el último no se es nada. Se ha desaparecido. En la calle un joven arrastra un carro de supermercado y a mí la visión me resulta como la de un fantasma, porque parece invisible a todo lo que le rodea. Me pregunto si alguien se detiene a pensar en que está metiendo la cabeza en un contenedor y en porqué lo hace. Cuando acaba de buscar lo que sea que busque, vuelve a pasar entre los cuerpos que caminan rápido a su alrededor, o que pasan de largo hablando por teléfono.
Qué extraña es la sensación de la soledad en un mundo más poblado que nunca antes. Cuánto pesa ese silencio en medio de la rutina de la ciudad, de su ir y venir, observándolo todo y no pudiendo compartir una voz de angustia o de alegría, una voz de paz o de necesidad por todo lo que inquieta. Como inaccesibles fortalezas nos presentamos los unos a los otros, las personas en general, al cruzarnos por la calle, con nuestras miradas, y nuestros silencios. Con esa forzada capacidad de ignorarlo todo alrededor y dejar que nos lleve el viento, pero al mismo tiempo dedicando todo esfuerzo para que esa dirección sea todo lo opuesta posible a la posición del último.
Porque, ¿qué es ser último? ¿Cómo se concilia la renuncia voluntaria con un contexto tan marcadamente decidido a apostar por el bien propio? ¿Qué hay de la preocupación sobre a dónde van a parar todo esos pensamientos que no quedan plasmados en redes sociales o en un libro, en las palabras o en una representación específica? Trato de someterme constantemente a esa acción externa que sí puede hacerlo, que los últimos sean primeros, y en el intento hay momentos que me siento arder, flaquear y caer, resurgir con poder.
No hay nada que pueda llegar a engañarme, nada que pueda confundir mi identidad. Y es que he nacido para ser el último. Yo, que creía poder aferrarme a un círculo de comodidad perpetua, que tenía miedo de perder y desaparecer, que desconocía los matices del sacrificio, desde el dolor de la verdad y una reflexión existencial que pasa por la soledad, asumo ese llamado a la entrega, a la desposesión del propio ser. Porque ese es el único camino que conduce a una identidad renovada, idónea aunque no deseada, ser el último.
lunes, 13 de mayo de 2019
lunes, 31 de diciembre de 2018
Mutante
Este año no tengo sensación de fiestas. Quizás sea por la avalancha de mensajes reenviados, de esos fríos e impersonales y que le demuestran a uno que no importa lo más mínimo. O tal vez por esa falsa solemnidad con la que se intenta crear un ambiente relajado mientras el neofranquismo vuelve a un parlamento la misma semana de Nochebuena. O puede que sea por la gripe, que no entiende de calendarios ni de días señalados, y viene cuando viene.
Me pregunto si no sería esa una buena manera de acabar con el brillo de las bolas de cristal que han instalado unos operarios a 8 euros la hora. Un par de días en la cama o el sofá, experimentando el calor a base de caldos y tés. No soy un grinch ni nada por el estilo. De todas las fiestas que se celebran, la única que he celebrado siempre es la de Navidad, pero con otro trasfondo que no tiene nada que ver con los anuncios de colonia ni con las paredes empapeladas de dorado.
Reconozco que es una sensación extraña, como mutante. Lo que se ama con sinceridad y respeto se ve confrontado por la vanidad y la ignorancia de la vivencia ajena. Todavía no he considerado seriamente la cantidad de contradicciones que imponen estas fiestas (como cualquier otras) a quienes arrastramos la conciencia del sufrimiento de lo extraños y foráneo. Quiero decir, navego errante compartiendo barca con la familia de cinco personas que está durmiendo en una habitación; o con el niño que pasea sus 'cabrinhas' por las calles de cualquier pueblo en el centro de Mozambique; o con el joven que ha cruzado el estrecho sólo, entre decenas de personas, y que desde la litera de su albergue observa las luces.
No sé qué celebración albergan todos ellos. Estoy convencido de que hay cuestiones que no nos permitimos ver, ni comentar en muchas ocasiones, que arrojan esperanza. No critico la copa de cava que hoy se beberán a izquierda y a derecha de la mesa. No cuestiono el pescado en salsa, ni las neulas de chocolate. Tan sólo hubiera preferido que desde el principio no quisiesen hacerme creer que son elementos de los que dependemos, que ejercen una influencia y un poder definitorios.
Hemos deformado la figura del "otro" hasta el punto de que ya no nos podemos ver reflejados en ella. Y en esta escapatoria sin fin, porque los problemas que suceden siempre van a impactar las conciencias de los que los presenciamos, mientras avanzamos o reculamos, ya no lo sé, me apetece creerme y ser especialmente mutante ante toda posibilidad de conformidad, de conquista de una realidad inexistente, pintada de colores y repleta de 'necesidades', que envuelve, y atrapa, y también deforma a uno mismo, y aturde. ¿Y entonces quién es el mutante?
Me pregunto si no sería esa una buena manera de acabar con el brillo de las bolas de cristal que han instalado unos operarios a 8 euros la hora. Un par de días en la cama o el sofá, experimentando el calor a base de caldos y tés. No soy un grinch ni nada por el estilo. De todas las fiestas que se celebran, la única que he celebrado siempre es la de Navidad, pero con otro trasfondo que no tiene nada que ver con los anuncios de colonia ni con las paredes empapeladas de dorado.
Reconozco que es una sensación extraña, como mutante. Lo que se ama con sinceridad y respeto se ve confrontado por la vanidad y la ignorancia de la vivencia ajena. Todavía no he considerado seriamente la cantidad de contradicciones que imponen estas fiestas (como cualquier otras) a quienes arrastramos la conciencia del sufrimiento de lo extraños y foráneo. Quiero decir, navego errante compartiendo barca con la familia de cinco personas que está durmiendo en una habitación; o con el niño que pasea sus 'cabrinhas' por las calles de cualquier pueblo en el centro de Mozambique; o con el joven que ha cruzado el estrecho sólo, entre decenas de personas, y que desde la litera de su albergue observa las luces.
No sé qué celebración albergan todos ellos. Estoy convencido de que hay cuestiones que no nos permitimos ver, ni comentar en muchas ocasiones, que arrojan esperanza. No critico la copa de cava que hoy se beberán a izquierda y a derecha de la mesa. No cuestiono el pescado en salsa, ni las neulas de chocolate. Tan sólo hubiera preferido que desde el principio no quisiesen hacerme creer que son elementos de los que dependemos, que ejercen una influencia y un poder definitorios.
Hemos deformado la figura del "otro" hasta el punto de que ya no nos podemos ver reflejados en ella. Y en esta escapatoria sin fin, porque los problemas que suceden siempre van a impactar las conciencias de los que los presenciamos, mientras avanzamos o reculamos, ya no lo sé, me apetece creerme y ser especialmente mutante ante toda posibilidad de conformidad, de conquista de una realidad inexistente, pintada de colores y repleta de 'necesidades', que envuelve, y atrapa, y también deforma a uno mismo, y aturde. ¿Y entonces quién es el mutante?
viernes, 7 de diciembre de 2018
La noche
Últimamente observo atento los desagües de casa. No tengo noción alguna de fontanería. Pero es que ha ido creciendo en mí una sensación extraña que me lleva a pensar en la dilución. A plantearme la pregunta de qué pasaría si me diluyese en el agua con la que friego los platos o que sale de mi ducha, como una gota más de la masa incolora, tibia y moldeable, y desapareciese, me fuese a no sé donde, dejase de estar.
Parece una idea nocturna. De hecho, en un principio pensé en sentarme a escribirla de noche, pero al relato le faltaría fidelidad porque no soy nada noctámbulo. Es durante el día que me fijo en la sombra que proyecta el sol en los seis agujeros que hay en la pica del lavabo, no en la noche. Y entonces recuerdo aquella afirmación que dice "los mismo te son las tinieblas que la luz". Me pregunto si no habré convertido mi luz en sombras y, sólo de esta manera, mis sombras estarán reflejando luz.
Creo que no entendemos el concepto de noche. Algo que contiene tantas estrellas, tanta luz, no puede albergar todos nuestros males. No puede, ni siquiera, significar la soledad. Por eso, este no es un relato sobre la soledad, aunque ciertamente la experimento. Sé que no estoy sólo, que a mi lado tengo con quién compartir visión y camino, pero me encuentro con la soledad cada vez que observo, por ejemplo, la idea que se ha generado de la noche. Porque es una idea oscura, que no incluye luz, y para mí la noche también es luz.
Entonces es cuando comienzo a observar los seis agujeros del desagüe del lavabo. Y la dilución cobra fuerza en mí. Ahí sí que no hay luz. ¿Quién puede saber lo que hay ahí? Por unos instantes pienso que podría ser como el hombre solitario del invierno de Sufjan Stevens, con su mundo de unicornios y manadas de búfalos. La línea entre el saberse sólo y la conciencia de la soledad impuesta es fina y siento que constantemente vengo y voy en una especie de ilusión de baile que no consigo dominar.
Pienso que todo pasa, más bien, por el hecho de asumir el anonimato. Pero yo no sé si quiero diluirme y desaparecer por el desagüe. Conservo algún que otro miedo. Me doy cuenta de que cuando he dado el primer paso sobre la superficie del agua, me asusto y comienzo a hundirme. Tengo que asumir mi anonimato con todas sus implicaciones para mi firma, mi imagen, mi idea de la luz en la noche. ¿Si hay luz en mí, como puede ser la noche para mí oscuridad? Pienso que, quizás, toda esa idea de soledad compartida sea mi hábitat natural.
Parece una idea nocturna. De hecho, en un principio pensé en sentarme a escribirla de noche, pero al relato le faltaría fidelidad porque no soy nada noctámbulo. Es durante el día que me fijo en la sombra que proyecta el sol en los seis agujeros que hay en la pica del lavabo, no en la noche. Y entonces recuerdo aquella afirmación que dice "los mismo te son las tinieblas que la luz". Me pregunto si no habré convertido mi luz en sombras y, sólo de esta manera, mis sombras estarán reflejando luz.
Creo que no entendemos el concepto de noche. Algo que contiene tantas estrellas, tanta luz, no puede albergar todos nuestros males. No puede, ni siquiera, significar la soledad. Por eso, este no es un relato sobre la soledad, aunque ciertamente la experimento. Sé que no estoy sólo, que a mi lado tengo con quién compartir visión y camino, pero me encuentro con la soledad cada vez que observo, por ejemplo, la idea que se ha generado de la noche. Porque es una idea oscura, que no incluye luz, y para mí la noche también es luz.
Entonces es cuando comienzo a observar los seis agujeros del desagüe del lavabo. Y la dilución cobra fuerza en mí. Ahí sí que no hay luz. ¿Quién puede saber lo que hay ahí? Por unos instantes pienso que podría ser como el hombre solitario del invierno de Sufjan Stevens, con su mundo de unicornios y manadas de búfalos. La línea entre el saberse sólo y la conciencia de la soledad impuesta es fina y siento que constantemente vengo y voy en una especie de ilusión de baile que no consigo dominar.
Pienso que todo pasa, más bien, por el hecho de asumir el anonimato. Pero yo no sé si quiero diluirme y desaparecer por el desagüe. Conservo algún que otro miedo. Me doy cuenta de que cuando he dado el primer paso sobre la superficie del agua, me asusto y comienzo a hundirme. Tengo que asumir mi anonimato con todas sus implicaciones para mi firma, mi imagen, mi idea de la luz en la noche. ¿Si hay luz en mí, como puede ser la noche para mí oscuridad? Pienso que, quizás, toda esa idea de soledad compartida sea mi hábitat natural.
viernes, 19 de octubre de 2018
Guyana, Surinam
La idea de lo colectivo, tal cual la percibo, me parece muchas veces una fuerza bruta, insensible y cruel que empuja hacia la soledad. Se debe escoger algún bando, pero ser crítico con todo es el diagnóstico previo a una marginación. No sé si es una cuestión únicamente ideológica. Descubro que también me afectan las formas en las que, como colectivo, como masa social, nos relacionamos entre nosotros. Salir a la calle sintiendo que alguien te empuja a una soledad asegurada, mientras las miradas te miran.
Hay momentos en los que siento cómo estoy avanzando, imparable, al aislamiento. Y sin quererlo. Sin tan siquiera buscarlo. Cada vez me resultan más numerosas las voces que hablan y hablan en la cotidianidad, en lo banal de la rutina, pero menos, las que escuchan en profundidad, en las hondonadas del corazón de la otra persona. Menos, las que se alejan del griterío para sentarse en el parque, a la sombra del árbol grande, y recorrer tu mirada en busca de saber quién eres, y no cómo estás.
Menos, quienes observan la realidad, y más, quienes la convierten en un baile de opiniones con dagas escondidas en los talones. No vaya a ser que el tango se gire y de un revés inesperado. Cada vez encuentro más sombras en las luces que brillan aquí abajo, más ruido porque no puede ser que haya silencio. Más "verdades" creadas para ocultar más mentiras, y más mentiras revestidas de una apariencia de falsedad, entre galas de canciones que hablan de egoísmo y parlamentos que juegan con naciones y países, y su destino.
Y yo estoy ahí, sentado en un lugar para el que no he pagado billete alguno, sobrellevado. Avanzando hacia un aislamiento mayor. Sabiendo que puedo compartir una sonrisa con tan sólo un silencio, pero sintiéndome incapaz de reír mientras salgo a la calle y todo grita. Hubo un tiempo en el que me consideraba un pesimista. Ahora me pregunto por qué nadie habla de Guyana ni de Surinam. Y me pregunto si comparto carácter con esos países.
En frontera con Brasil, Venezuela y el Atlántico, pero sin despertar relevancia alguna en el orden de las bolsas, ni de las conexiones en los vuelos internacionales. Ni en los anuncios de viajes de pedazos de un cielo entre cocoteros y arena blanca. Una invisibilidad permanente. Un aislamiento asegurado. Le he preguntado a un amigo de la zona por qué no hay rastro alguno de estos dos países y nada. Me pregunto si debería volar hasta Guyana y Surinam, a ver si allí se siguen oyendo las olas que rompen en la playa. A ver si alguien se acerca para mirarte a los ojos y decirte que vio a uno de los cohetes descritos por Tom Wolfe caer en su playa, y luego te pregunta qué clase de peregrino eres que visitas el lugar. A ver si vuelvo a encontrar algún sonido en el silencio, una canción sincera, una conversación que no se estanca ni se exaspera, una escena de la que no sentir aislarse.
Hay momentos en los que siento cómo estoy avanzando, imparable, al aislamiento. Y sin quererlo. Sin tan siquiera buscarlo. Cada vez me resultan más numerosas las voces que hablan y hablan en la cotidianidad, en lo banal de la rutina, pero menos, las que escuchan en profundidad, en las hondonadas del corazón de la otra persona. Menos, las que se alejan del griterío para sentarse en el parque, a la sombra del árbol grande, y recorrer tu mirada en busca de saber quién eres, y no cómo estás.
Menos, quienes observan la realidad, y más, quienes la convierten en un baile de opiniones con dagas escondidas en los talones. No vaya a ser que el tango se gire y de un revés inesperado. Cada vez encuentro más sombras en las luces que brillan aquí abajo, más ruido porque no puede ser que haya silencio. Más "verdades" creadas para ocultar más mentiras, y más mentiras revestidas de una apariencia de falsedad, entre galas de canciones que hablan de egoísmo y parlamentos que juegan con naciones y países, y su destino.
Y yo estoy ahí, sentado en un lugar para el que no he pagado billete alguno, sobrellevado. Avanzando hacia un aislamiento mayor. Sabiendo que puedo compartir una sonrisa con tan sólo un silencio, pero sintiéndome incapaz de reír mientras salgo a la calle y todo grita. Hubo un tiempo en el que me consideraba un pesimista. Ahora me pregunto por qué nadie habla de Guyana ni de Surinam. Y me pregunto si comparto carácter con esos países.
En frontera con Brasil, Venezuela y el Atlántico, pero sin despertar relevancia alguna en el orden de las bolsas, ni de las conexiones en los vuelos internacionales. Ni en los anuncios de viajes de pedazos de un cielo entre cocoteros y arena blanca. Una invisibilidad permanente. Un aislamiento asegurado. Le he preguntado a un amigo de la zona por qué no hay rastro alguno de estos dos países y nada. Me pregunto si debería volar hasta Guyana y Surinam, a ver si allí se siguen oyendo las olas que rompen en la playa. A ver si alguien se acerca para mirarte a los ojos y decirte que vio a uno de los cohetes descritos por Tom Wolfe caer en su playa, y luego te pregunta qué clase de peregrino eres que visitas el lugar. A ver si vuelvo a encontrar algún sonido en el silencio, una canción sincera, una conversación que no se estanca ni se exaspera, una escena de la que no sentir aislarse.
miércoles, 12 de septiembre de 2018
Noruega
Hay un dibujo extraño que pende de una pinza en un hilo, dentro de mi despacho (léase la habitación donde guardo mis libros, mis libretas garabateadas con viejos poemas de la adolescencia y algunos de los recuerdos más importantes de mi vida en forma de fotos o de manuscritos). En el dibujo, un niño con los ojos rasgados, el pelo negro y una sonrisa prudente, mira hacia una cabeza más grande, con gafas y barba, y el pelo largo y lacio que le sube hacia arriba, como si estuviese boca abajo. Después de aquel dibujo, fue la última vez que me corté el pelo.
Reconozco que mi aspecto físico no es dependiente del dibujo, pero es que aquel papel lo garabateó Mohamed Reza en el campo de Moria, en Lesbos, hace un año, y ayer recibí un correo de su hermana mayor Mahtab que me ha hecho volver a mirar el dibujo que cuelga en mi "despacho". Mohamed Reza es un niño de unos 10 años, al que deduzco que le gustan la películas de acción y la broma, por lo que pude conocerle durante los días que conviví con él en aquel lugar. Le recuerdo con la camiseta de Spiderman que llevaba siempre y una visera de tenista que se ponía a veces. Ahora está en Noruega.
Para eso me escribió ayer su hermana, Mahtab, para decirme que hace dos meses habían llegado a Noruega. Todavía recuerdo el último día en la isla. Volvíamos a casa y nos los encontramos en un centro para familias, una especie de club de día donde realizar actividades o pasar el rato. En Moria no habíamos intercambiado ninguna palabra porque el ambiente era tenso y una parte de nuestro trabajo era organizar las filas del reparto de la comida. Pero aquel último día en Lesbos d, escubrimos que Mahtab sabía hablar inglés, que lo había aprendido en Irán, y que quería ir a Noruega para encontrarse con el mayor de los hermanos. Sí, hay un hermano mayor. Cuando la conocimos, Mahtab tenía 16 años y se responsabilizaba del cuidado de Mohamed Reza y de los otros dos pequeños, Mariam y Mohammad Javad.
Y ayer me escribió para decirme que llevaban dos meses en Noruega. Y que es un país que bonito pero frío. Y que Mohammad Javad sigue preguntando cuándo nos volveremos a ver. Y yo también me pregunto cuándo le volverá a ver. Con él jugué a hacer burbujas y a explotarlas, volví a ver Tarzán y, sobre todo, a hacer de columpio humano.
Nunca hubiese dicho que podría llegar a sentir Noruega tan cerca, familiar y cálida, como desde ayer. Siento que hay un trozo del país en mi "despacho" (no importa si de cuidad o de campo). Es más, siento que Noruega, como, tal ha dejado de existir para mí, y me imagino a Mahtab y a sus hermanos en medio de tantas otras personas, unas de piel clara, otras no, caminando con el olor de los pinos en medio del frío. Siento que ya no existe Noruega, ni España, ni siquiera Lesbos, y veo a todas esas personas caminando, de aquí para allá. Eso sí es una victoria.
jueves, 23 de agosto de 2018
El sentido de la inexistencia
Me he dado cuenta de que necesito escapar del estado de excitación colectiva. Iba a escribir del momento, pero como no estoy seguro de cuándo y cómo poder identificar los diferentes estallidos (dramatizo) pseudosociales, por eso escribo estado, para denotar permanencia. Me refiero al ideal que se viste de gala y brillo todos los viernes por la noche, que busca crear escenas de satisfacción personal pensando en el consumidor (likes) y que eleva a catástrofe universal su observancia particular de la injusticia.
Me pregunto cuándo la voluntad conjunta (y, por tanto, lo que se considera como bueno) comenzó a concluir el capítulo de la conveniencia social. Por supuesto, hay muchos contextos y épocas, pero quiero saber cuándo el patrón de la mayoría empezó a ser normalizado por el simple hecho de ésta serlo o de creer que lo es.
Por la experiencia que he vivido hasta ahora, solamente puedo dudar de lo que se fabrica en cadena o en masa. Especialmente si es pensamiento e identidad. Porque todo acaba siendo un grito inconsistente. Un grito egoísta que quiere que se reconozca un dolor de todo el cuerpo colectivo para que, en definitiva, su propio dolor sea el reconocido y tratado. De ahí que hayan supuestos héroes y villanos archiconocidos, virales diría, de los que se citan en twitter y se imprimen sus caras en camisetas. De ahí que ese sea el ideal colectivo del heroicismo. Los mártires sociales.
Y mientras los tweets suben a la nube y colapsan el cielo (hasta oscurecer la luz que ilumina), auténticos y anonimatos individuales están plantando el árbol al que se refería Martin Luther King. Están poniendo la otra mejilla. Están siendo el lugar de refugio que tantos buscan. O están muriendo arrojados al olvido. Algo que en el otro lado de la realidad, el de los mártires sociales, no se podría ni siquiera imaginar. Las redes sociales no excusan el deseo de gloria. El afán de representar alguna cosa para el conjunto que capitula ideas y concluye tesis de carácter colectivo e irrefutable.
Tengo la sensación de que se avanza hacia la destrucción de la vida comunitarista. La desaparición de las sonrisas compartidas con alguien en la soledad, las lágrimas que no son grabadas, el sufrimiento de la injusticia que es denunciada (no utilizada). Cuando se deja paso a todo ello, el ser de uno mismo se vuelve más y más pequeño. Entonces la inexistencia cobra su sentido.
Me pregunto cuándo la voluntad conjunta (y, por tanto, lo que se considera como bueno) comenzó a concluir el capítulo de la conveniencia social. Por supuesto, hay muchos contextos y épocas, pero quiero saber cuándo el patrón de la mayoría empezó a ser normalizado por el simple hecho de ésta serlo o de creer que lo es.
Por la experiencia que he vivido hasta ahora, solamente puedo dudar de lo que se fabrica en cadena o en masa. Especialmente si es pensamiento e identidad. Porque todo acaba siendo un grito inconsistente. Un grito egoísta que quiere que se reconozca un dolor de todo el cuerpo colectivo para que, en definitiva, su propio dolor sea el reconocido y tratado. De ahí que hayan supuestos héroes y villanos archiconocidos, virales diría, de los que se citan en twitter y se imprimen sus caras en camisetas. De ahí que ese sea el ideal colectivo del heroicismo. Los mártires sociales.
Y mientras los tweets suben a la nube y colapsan el cielo (hasta oscurecer la luz que ilumina), auténticos y anonimatos individuales están plantando el árbol al que se refería Martin Luther King. Están poniendo la otra mejilla. Están siendo el lugar de refugio que tantos buscan. O están muriendo arrojados al olvido. Algo que en el otro lado de la realidad, el de los mártires sociales, no se podría ni siquiera imaginar. Las redes sociales no excusan el deseo de gloria. El afán de representar alguna cosa para el conjunto que capitula ideas y concluye tesis de carácter colectivo e irrefutable.
Tengo la sensación de que se avanza hacia la destrucción de la vida comunitarista. La desaparición de las sonrisas compartidas con alguien en la soledad, las lágrimas que no son grabadas, el sufrimiento de la injusticia que es denunciada (no utilizada). Cuando se deja paso a todo ello, el ser de uno mismo se vuelve más y más pequeño. Entonces la inexistencia cobra su sentido.
lunes, 13 de agosto de 2018
Soy una hoguera
¿Dónde están todos quienes me acusaban? Todos se han borrado, y se borran, como si en mi realidad nunca los hubiese conocido. Como si nunca hubiese habido lugar para ellos. Solamente he quedado yo mismo. La conciencia de lo que sucedió. Soy la llama que al mismo tiempo quema las fotografías viejas del pasado, pero ilumina los momentos en los que se tomaron.
Me pregunto por qué no podemos conocer mejor a las estrellas. Sólo a algunas. Las de la Vía Láctea, quizás, y escuchar si susurran por las noches, dándose cuenta de que las miramos. He aprendido que una luz no se puede esconder debajo de una mesa. Quizás ellas no sean luz, sino puro reflejo. Entonces pienso en todos mis escondites, y lo inútiles que me han resultado. Pero me asalta la duda de si soy una llama de esas que esterilizan heridas con alcohol en las películas de acción, o si soy el pábilo que humea.
¿Por qué debe ser todo tan sutil? ¿Por qué no puede haber un contacto directo con la dimensión de la realidad que tan injustamente ignoramos? Da igual. Incluso entonces, habría ignorancia, porque de todas las cosas que se pueden escoger, la ignorancia es la más rápida y común. ¿Por qué no hay fuego que consume todas nuestras dudas y soberbias?
Entonces, caigo en que soy una hoguera. Una hoguera encendida. En lo que a las personas concierne, no hay fuegos casuales. Incluso la falta de intención se ha convertido en uno de los agentes más activos y operativos que configuran nuestras escenas. Soy una hoguera que quema y duele, pero que también alumbra y calienta. Una hoguera que consume, a sí misma en primer lugar.
Cuando temo acercarme al bosque, para no incendiarlo, y mirar hacia arriba, para no contaminar el bello reflejo de luz de las estrellas; cuando vientos me empujan y me azotan para que pierda el control y me pierda en fuegos incendiarios, entonces se me recuerda de nuevo el litigio entre mi experimentada pequeñez y mi infundida grandeza, la dualidad entre la fragilidad y la firmeza. Mi condición de hoguera que no debe quemar, excepto a mí.
Me pregunto por qué no podemos conocer mejor a las estrellas. Sólo a algunas. Las de la Vía Láctea, quizás, y escuchar si susurran por las noches, dándose cuenta de que las miramos. He aprendido que una luz no se puede esconder debajo de una mesa. Quizás ellas no sean luz, sino puro reflejo. Entonces pienso en todos mis escondites, y lo inútiles que me han resultado. Pero me asalta la duda de si soy una llama de esas que esterilizan heridas con alcohol en las películas de acción, o si soy el pábilo que humea.
¿Por qué debe ser todo tan sutil? ¿Por qué no puede haber un contacto directo con la dimensión de la realidad que tan injustamente ignoramos? Da igual. Incluso entonces, habría ignorancia, porque de todas las cosas que se pueden escoger, la ignorancia es la más rápida y común. ¿Por qué no hay fuego que consume todas nuestras dudas y soberbias?
Entonces, caigo en que soy una hoguera. Una hoguera encendida. En lo que a las personas concierne, no hay fuegos casuales. Incluso la falta de intención se ha convertido en uno de los agentes más activos y operativos que configuran nuestras escenas. Soy una hoguera que quema y duele, pero que también alumbra y calienta. Una hoguera que consume, a sí misma en primer lugar.
Cuando temo acercarme al bosque, para no incendiarlo, y mirar hacia arriba, para no contaminar el bello reflejo de luz de las estrellas; cuando vientos me empujan y me azotan para que pierda el control y me pierda en fuegos incendiarios, entonces se me recuerda de nuevo el litigio entre mi experimentada pequeñez y mi infundida grandeza, la dualidad entre la fragilidad y la firmeza. Mi condición de hoguera que no debe quemar, excepto a mí.
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