lunes, 30 de julio de 2012

El árbol y su enramada

Cuenta un viejo cuento que una vez, en mitad del más plano de los valles, creció un árbol de robusto tronco y frondoso forraje. Sus raíces se ensancharon y se ensancharon, y llegaron a crecer de tal manera que la gente que vivía en aquella zona y visitaba el majestuoso árbol aseguraba que de arrancarse las raíces, un volcán repleto de lava emergería tras ellas.

El tronco del árbol, con toda la pureza del color marrón, media más de cinco metros de largo y su anchura era la equivalente a un grupo de diez personas formando un círculo cogidas de las manos. Aquella maravilla servía de hogar a muchos caminantes que se decidían a cruzar el inmenso verdor de aquel valle. Su espesa copa llena de hojas impedía que el sol llegase a su porción de tierra en verano y su sombra era fresca y tranquila. En el invierno, sus raíces servían de colchón y de abrigo a más de un valiente peregrino. Cubrían íntegramente el cuerpo de una persona y todavía les sobraba espacio para acoger a alguien más. Eran cómo brazos cálidos repletos de hospitalidad que parecían esperar a sus invitados llegar.

Además en el interior del árbol vivían familias completas de animales de todo tipo. Insectos que se beneficiaban de su abundante y suculenta resina. Pequeños roedores que utilizaban las oquedades del tronco cómo almacén donde guardar sus víveres. Aves que edificaban bonitos y espaciosos nidos entre las sólidos ramas. Una gran y variada fauna que había encontrado en aquél árbol el palacio de sus sueños.

Pero el árbol estaba repleto de ramas. Se erguían desde el tronco cómo mástiles de embarcación. Se entrecruzaban las unas con las otras. El árbol estaba completamente infestado de ramas. Habían ocupado, prácticamente, todo el tronco. Un tronco que ahora se presentaba astillado y plagado de relieves punzantes y peligrosos. En la parte superior del tronco crecían las ramas más sólidas. En ellas se anidaban las más exquisitas obras arquitectónicas de las aves. En la zona intermedia del tronco las ramas eran de gran calidad pero crecían más delebles que las de la parte superior y la copa del árbol. Y en la zona del tronco más próxima al suelo crecía toda una encrucijada de ramas frágiles, pequeñas, tristes, estériles y paupérrimas. Muchas de ellas eran arrancadas por el viento, por muy minúsculo que fuese el soplar de éste.

Las ramas de la parte superior se llevaban las mejores hojas del árbol (las que eran perennes) y se quedaban con las cosas más bellas y preciadas. Los nidos de las aves, los animales más majestuosos, etc. Con todo aquello que anhelaba toda rama. Las intermedias tenían para ellas un gran arsenal de hojas. Pero estas hojas no eran de tan buen parecer. Eran hojas caducas. Duraban más que las normales pero cuando llegaba el invierno con todo su frío y su silencio se las llevaba sin mediar palabra. Las arrancaba de aquellas ramas y no las volvía a traer hasta la primavera. Las raptaba. Las ramas de la zona media también tenían algunos animales. Sobretodo, roedores y panales de abejas. Y las ramas de la zona baja malvivían en busca de alguna hoja que adherir a su esquelética y raquítica estructura. Los únicos animales que poseían eran los insectos más inútiles y menospreciados.
 
Cierto día comenzó a crecer una nueva y pequeña ramita. Había comenzado a crecer en la zona más próxima al suelo, entre las ramas más débiles y menos valiosas que el tronco guardaba. Esta ramita comenzó a crecer y acrecer. Cuando el resto de ramas, próximas a ella detuvieron su crecimiento, ella continuó y continuó. Creció tanto que llegó a abandonar aquella zona más baja del tronco y ascendió a la zona intermedia. Llegó a la zona intermedia con un par de hojas en su cuerpo y un pequeño gusano que recorría a diario toda su longitud.

En la zona intermedia, miradas de extrañeza y caras sorprendidas (tirando más hacia el asco) la recibieron. Pero la ramita no detuvo su paso y anheló y luchó con todas fuerzas para seguir creciendo. Con el tiempo fue recibiendo más y más hojas y el gusano solitario que tenía al principio se convirtió en un extraño pero esperanzador capullo de seda. Toda la zona intermedia acabó reconociéndola, ya que ella había dedicado todo su tiempo a explicar cómo malvivían las ramas en la zona más próxima al suelo ¡Había creado una conciencia en las ramas de la zona intermedia sobre el estado de las ramas más bajas del tronco! La euforia la envolvía. Entonces, con todo el respaldo de la zona intermedia del tronco, el cual cada vez se envejecía más viendo cómo las ramas de su parte superior vivían en una infinita sobreabundancia  y no se detenían en mirar cómo seguía el tronco más debajo de ellas, la ramita valiente y entusiasta se adentró en la parte más elevada del tronco: la copa. Al principio, una completa y profunda ignorancia la abrazó. Ninguna rama se detenía a mirarla. Todas estaban demasiado concentradas en cuidar su perfecto forraje y mantener sus bellos animales. Más tarde llegó la repugnancia. Nadie de aquel lugar quería relacionarse con la humilde ramita.
 
Pero la ramita no se hundió en la desesperación y el odio, pese a que tuvo muchas tentaciones a hacerlo. Y comenzó a expandir su rama y su escaso forraje con el objetivo de poder llegar a todas las ramas que habitaban aquella zona prohibida del tronco. Poco a poco, las ramas superiores fueron escuchando lo que la ramita, pequeña para ellas, les decía. Y entonces hubo algunas ramas que se atrevieron a mirar hacia abajo y percatarse de la situación real del tronco. Éstas, se desprendieron de parte de su forraje y animales y lo lanzaron a las zonas intermedia y baja del tronco. Pero hubo muchas otros que prefirieron continuar su camino, no mirando más allá de la punta de sus hojas ni del perfecto pelaje de sus aves y sus roedores.
 
A día de hoy, cuentan que todavía hay ramas que crecen de manera muy débil en la zona más baja y son llevadas, sin pena ni gloria por el viento. En cambio hay otras ramas que han podido corregir su crecimiento y hoy, gracias al testimonio y la lucha de aquella ramita, son ramas sanas y robustas, con su forraje y sus animalitos.

Tronco sigue manteniéndose entre la vejez y la juventud. Llora cuando una de sus ramas sufre. Y ríe con las que, con una causa decente, ríen. Hay muchas ramas que piensan que no ha cambiado nada en el árbol, pero todos los habitantes del gran tronco saben que lo que hizo la humilde ramita en su día no fue para nada en vano.

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