El tronco del árbol, con toda la
pureza del color marrón, media más de cinco metros de largo y su anchura era la
equivalente a un grupo de diez personas formando un círculo cogidas de las
manos. Aquella maravilla servía de hogar a muchos caminantes que se decidían a
cruzar el inmenso verdor de aquel valle. Su espesa copa llena de hojas impedía
que el sol llegase a su porción de tierra en verano y su sombra era fresca y
tranquila. En el invierno, sus raíces servían de colchón y de abrigo a más de
un valiente peregrino. Cubrían íntegramente el cuerpo de una persona y todavía
les sobraba espacio para acoger a alguien más. Eran cómo brazos cálidos
repletos de hospitalidad que parecían esperar a sus invitados llegar.
Además en el interior del árbol
vivían familias completas de animales de todo tipo. Insectos que se
beneficiaban de su abundante y suculenta resina. Pequeños roedores que
utilizaban las oquedades del tronco cómo almacén donde guardar sus víveres.
Aves que edificaban bonitos y espaciosos nidos entre las sólidos ramas. Una
gran y variada fauna que había encontrado en aquél árbol el palacio de sus sueños.

Las ramas de la parte superior se
llevaban las mejores hojas del árbol (las que eran perennes) y se quedaban con
las cosas más bellas y preciadas. Los nidos de las aves, los animales más
majestuosos, etc. Con todo aquello que anhelaba toda rama. Las intermedias
tenían para ellas un gran arsenal de hojas. Pero estas hojas no eran de tan
buen parecer. Eran hojas caducas. Duraban más que las normales pero cuando
llegaba el invierno con todo su frío y su silencio se las llevaba sin mediar
palabra. Las arrancaba de aquellas ramas y no las volvía a traer hasta la
primavera. Las raptaba. Las ramas de la zona media también tenían algunos
animales. Sobretodo, roedores y panales de abejas. Y las ramas de la zona baja
malvivían en busca de alguna hoja que adherir a su esquelética y raquítica
estructura. Los únicos animales que poseían eran los insectos más inútiles y
menospreciados.
Cierto día comenzó a crecer una
nueva y pequeña ramita. Había comenzado a crecer en la zona más próxima al
suelo, entre las ramas más débiles y menos valiosas que el tronco guardaba.
Esta ramita comenzó a crecer y acrecer. Cuando el resto de ramas, próximas a
ella detuvieron su crecimiento, ella continuó y continuó. Creció tanto que
llegó a abandonar aquella zona más baja del tronco y ascendió a la zona
intermedia. Llegó a la zona intermedia con un par de hojas en su cuerpo y un
pequeño gusano que recorría a diario toda su longitud.
En la zona intermedia, miradas de extrañeza
y caras sorprendidas (tirando más hacia el asco) la recibieron. Pero la ramita
no detuvo su paso y anheló y luchó con todas fuerzas para seguir creciendo. Con
el tiempo fue recibiendo más y más hojas y el gusano solitario que tenía al
principio se convirtió en un extraño pero esperanzador capullo de seda. Toda la
zona intermedia acabó reconociéndola, ya que ella había dedicado todo su tiempo
a explicar cómo malvivían las ramas en la zona más próxima al suelo ¡Había
creado una conciencia en las ramas de la zona intermedia sobre el estado de las
ramas más bajas del tronco! La euforia la envolvía. Entonces, con todo el
respaldo de la zona intermedia del tronco, el cual cada vez se envejecía más
viendo cómo las ramas de su parte superior vivían en una infinita
sobreabundancia y no se detenían en
mirar cómo seguía el tronco más debajo de ellas, la ramita valiente y
entusiasta se adentró en la parte más elevada del tronco: la copa. Al
principio, una completa y profunda ignorancia la abrazó. Ninguna rama se
detenía a mirarla. Todas estaban demasiado concentradas en cuidar su perfecto
forraje y mantener sus bellos animales. Más tarde llegó la repugnancia. Nadie
de aquel lugar quería relacionarse con la humilde ramita.
Pero la ramita no se hundió en la
desesperación y el odio, pese a que tuvo muchas tentaciones a hacerlo. Y
comenzó a expandir su rama y su escaso forraje con el objetivo de poder llegar
a todas las ramas que habitaban aquella zona prohibida del tronco. Poco a poco,
las ramas superiores fueron escuchando lo que la ramita, pequeña para ellas,
les decía. Y entonces hubo algunas ramas que se atrevieron a mirar hacia abajo
y percatarse de la situación real del tronco. Éstas, se desprendieron de parte
de su forraje y animales y lo lanzaron a las zonas intermedia y baja del
tronco. Pero hubo muchas otros que prefirieron continuar su camino, no mirando
más allá de la punta de sus hojas ni del perfecto pelaje de sus aves y sus
roedores.
A día de hoy, cuentan que todavía
hay ramas que crecen de manera muy débil en la zona más baja y son llevadas,
sin pena ni gloria por el viento. En cambio hay otras ramas que han podido
corregir su crecimiento y hoy, gracias al testimonio y la lucha de aquella
ramita, son ramas sanas y robustas, con su forraje y sus animalitos.
Tronco sigue manteniéndose entre la
vejez y la juventud. Llora cuando una de sus ramas sufre. Y ríe con las que,
con una causa decente, ríen. Hay muchas ramas que piensan que no ha cambiado
nada en el árbol, pero todos los habitantes del gran tronco saben que lo que
hizo la humilde ramita en su día no fue para nada en vano.
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