Cuando
el sol se alza en su esplendor
y
de oro cubre este amanecer,
la
ciudad despierta de su última noche
y
sus habitantes, todos, inician un día más
sus
rutinas como si de extrañas expediciones se tratase.
Sopla
un viento árido, reseco, que escuece en los ojos.
Las
nubes visten estos días frágiles sin atención ni pudor.
En
el cielo el sol quema. Aquí abajo en la ciudad,
la
llama no ha dejado de arder.
Los
habitantes, todos, resoplan, de nuevo, se amargo quejido.
Los
días vienen y van sin sentido alguno, sin valor ninguno.
Los
países, unos y otros, confrontados
y
con las armas prevenidas,
buscan
el saciar su anhelo de poder.
Desean
un control ilimitado, sobre la noche y el día.
Los
rostros languidecen por las calles
y
la felicidad se oculta tras las más sucias esquinas.
La
pobreza ha enganchado a su remolque las almas que ha querido;
todas
aquellas que en realidad se le han permitido.
Y
se hunde en la mugre de la nada, con todas ellas, sin dejar ninguna.
El
mundo gira en torno a un papel pintado
con
la sangre de los pueblos,
y
al metal de una circunferencia que observa
con
el rostro atento de algún villano
o
de algún poeta olvidado.
La
guerra se alza entre la maleza,
con
más furor que nunca,
alegre
de este frío silencio que nos consume a todos por dentro.
La
condena está echada sobre nuestras suertes
y
ésta disfruta viendo como nos devoramos sin pudor.
Las
manos, separadas, regresan a la hostilidad del tacto del arma,
fría
y traicionera amiga que acompaña al descontrol en una fuerza.
Los
ojos son, ahora, austeros. Buscan su comunidad,
en
el color, en la forma, en la simple apariencia,
para
unirse a ella y creerse más fuertes hasta despreciar.
Las
bombas y los disparos llueven
lejos
de los casquillos de cualquier bala o proyectil.
Sobre
el papel y la tinta, la voz y el oído, y la incombustible vista,
se
plasma toda esa violencia arraigada con fuerza en los corazones.
Ataques
diarios bañan de sangre la pureza de cualquier idea o pensamiento.
Las
flores caen, los campos se arrasan, las lágrimas
como
manantiales botan de los ojos.
La
esperanza es una mecha ya consumida
Y
el amor se reduce a simple cera derretida.
Y
ese monstruo, esa crisis insaciable
que nosotros colocamos en su trono
llena
su estómago hasta más no poder
de
las desgracias y los desgraciados que emanan de los suelos.
Se
regodea con una asquerosa mueca en su cara
y
continua llenando sus bolsillos
de
sueños olvidados, recuerdos enterrados y vidas consumidas.
Jonatán S.
La letra pequeña
20/8/2012
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