lunes, 20 de agosto de 2012

Va de cine


El otro día, mientras gozaba de una suculenta cena en mí descanso de la jornada laboral, pude entablar una más que satisfactoria conversación sobre cine con un par de mis compañeros. Es una de esas típicas situaciones en las que ninguno de los que hablan tiene la menor idea para realizar un análisis crítico algo más profundo y, únicamente, se dedican a exponer sus opiniones y gustos sobre una serie de películas y nombres que van saliendo en el transcurso de la charla.
Iniciamos el intercambio de afirmaciones y opiniones con un pequeño debate sobre el cine en tres dimensiones y su comodidad y efectividad, siguiendo dicho debate por la línea de like o dislike sobre la última película de Terrence Malick, El árbol de la vida. Posteriormente estuvimos comentando películas que habíamos visto y que nos habían apasionado con la ilusión de unos chiquillos que cambian sus cromos a la salida de clase. Dichos comentarios iban acompañados del orgullo de saber que cada uno había visto alguna película que el compañero de al lado no conocía. Entonces experimentábamos el delicioso placer de recomendarla, siempre con aires propios del ego de un crítico de cine, o, los que no podían resistir más, explicarla y destripar toda la historia hasta el final.
Surgieron nombres de todo tipo. Desde El Señor de los anillos, película que con fulgor remarcó y remarcaré, hasta Enemigo a las puertas, cuya trama figura entre las diez principales de mi lista personal. En general, cada uno barría para su territorio. Nadie cedía pero todos nos acercábamos los unos a los otros. Pero, supongo que como en todos los descansos laborales, la voz o la campanita de turno resonó y todos nos esparcimos, cada uno a sus respectivas posiciones y faenas.
Pero la conversación no finalizó ahí, al  menos para mi mente. Yo seguía pensando, dando vueltas y repasando la historia del cine. Soy consciente que de esa larga línea no he recorrido, quizás, ni siquiera un simple paso, pero me sentía orgulloso de haber tenido el privilegio de conocer tantas historias, visualizarlas, escucharlas, continuarlas, luego, en mi mente, estudiarlas y analizarlas, alegrarme con ellas o, incluso, decepcionarme.
El séptimo arte, tal y como lo bautizó Ricciotto Canudo en su Nacimiento del séptimo arte, ha sido un gran amigo para el hombre a lo largo de este primer siglo de historia. Ha ayudado a crear diversas formas de ver la realidad y ha plasmado ideas, teorías y, sobretodo, pensamientos e imaginaciones, convirtiéndolas en imágenes con sonido.
Han sido, y son, el complemento necesario para cualquier libro e historia, ya que traslada dicha trama de la mente del director, escritor, espectador, etc. a sus respectivas realidades. Cada uno de esos visionados de historias, porque al fin y al cabo eso son las películas, garantizan la homogeneidad y pluralidad del extenso número de formas de pensar e interpretar, como la realidad, las historias ficticias que existen.
Por lo tanto, el cine ha resultado siempre una buena guía a la que aferrarse para ver la realidad y conocer cómo piensan y viven otras mentes. Eso sí, siempre teniendo como base los límites que separan la ficción, es decir la gran pantalla, de la realidad, o sea la vida en sí. Porque en este campo, por desgracia, también han existido y han proliferado demasiado extremos que se han encargado de convertir un inicial e inofensivo placer en un final y brutal dolor.
Podemos y debemos ser críticos con las películas. Debemos tacharlas conforme a nuestros gustos e incluso podemos apartarlas de nuestras colecciones, listas o deseos. Y digo esto porque de la misma forma en la que se han realizado productos cinéfilos maravillosos, también se han producido verdaderas patochadas que ni aportan ni mueven ni hacen nada. Incluso puede que afecten de forma negativa. Pero por encima de todo ello, no podemos tachar un verdadero y necesario arte como es el cine. No podemos extraerle su peso y participación en la historia de la humanidad.



No es importante el puesto que ocupe en la numeración de las artes. Al fin y al cabo, todo ese conjunto de artes, para poder sobrevivir, necesita el complemento de unas y otras. Una necesaria interrelación. 

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