El otro día, mientras gozaba de una suculenta cena
en mí descanso de la jornada laboral, pude entablar una más que satisfactoria
conversación sobre cine con un par de mis compañeros. Es una de esas típicas
situaciones en las que ninguno de los que hablan tiene la menor idea para
realizar un análisis crítico algo más profundo y, únicamente, se dedican a
exponer sus opiniones y gustos sobre una serie de películas y nombres que van
saliendo en el transcurso de la charla.
Iniciamos el intercambio de afirmaciones y opiniones
con un pequeño debate sobre el cine en tres dimensiones y su comodidad y efectividad,
siguiendo dicho debate por la línea de like
o dislike sobre la última película de
Terrence Malick, El árbol de la vida.
Posteriormente estuvimos comentando películas que habíamos visto y que nos
habían apasionado con la ilusión de unos chiquillos que cambian sus cromos a la
salida de clase. Dichos comentarios iban acompañados del orgullo de saber que
cada uno había visto alguna película que el compañero de al lado no conocía.
Entonces experimentábamos el delicioso placer de recomendarla, siempre con
aires propios del ego de un crítico de cine, o, los que no podían resistir más,
explicarla y destripar toda la historia hasta el final.
Surgieron nombres de todo tipo. Desde El Señor de los anillos, película que
con fulgor remarcó y remarcaré, hasta Enemigo
a las puertas, cuya trama figura entre las diez principales de mi lista
personal. En general, cada uno barría para su territorio. Nadie cedía pero
todos nos acercábamos los unos a los otros. Pero, supongo que como en todos los
descansos laborales, la voz o la campanita de turno resonó y todos nos
esparcimos, cada uno a sus respectivas posiciones y faenas.
Pero la conversación no finalizó ahí, al menos para mi mente. Yo seguía pensando,
dando vueltas y repasando la historia del cine. Soy consciente que de esa larga
línea no he recorrido, quizás, ni siquiera un simple paso, pero me sentía
orgulloso de haber tenido el privilegio de conocer tantas historias,
visualizarlas, escucharlas, continuarlas, luego, en mi mente, estudiarlas y
analizarlas, alegrarme con ellas o, incluso, decepcionarme.
El séptimo arte, tal y como lo bautizó Ricciotto
Canudo en su Nacimiento del séptimo arte,
ha sido un gran amigo para el hombre a lo largo de este primer siglo de
historia. Ha ayudado a crear diversas formas de ver la realidad y ha plasmado
ideas, teorías y, sobretodo, pensamientos e imaginaciones, convirtiéndolas en
imágenes con sonido.
Han sido, y son, el complemento necesario para
cualquier libro e historia, ya que traslada dicha trama de la mente del
director, escritor, espectador, etc. a sus respectivas realidades. Cada uno de
esos visionados de historias, porque al fin y al cabo eso son las películas, garantizan
la homogeneidad y pluralidad del extenso número de formas de pensar e
interpretar, como la realidad, las historias ficticias que existen.
Por lo tanto, el cine ha resultado siempre una buena
guía a la que aferrarse para ver la realidad y conocer cómo piensan y viven
otras mentes. Eso sí, siempre teniendo como base los límites que separan la
ficción, es decir la gran pantalla, de la realidad, o sea la vida en sí. Porque
en este campo, por desgracia, también han existido y han proliferado demasiado
extremos que se han encargado de convertir un inicial e inofensivo placer en un
final y brutal dolor.
Podemos y debemos ser críticos con las películas.
Debemos tacharlas conforme a nuestros gustos e incluso podemos apartarlas de
nuestras colecciones, listas o deseos. Y digo esto porque de la misma forma en
la que se han realizado productos cinéfilos maravillosos, también se han
producido verdaderas patochadas que ni aportan ni mueven ni hacen nada. Incluso
puede que afecten de forma negativa. Pero por encima de todo ello, no podemos
tachar un verdadero y necesario arte como es el cine. No podemos extraerle su
peso y participación en la historia de la humanidad.
No es importante el puesto que ocupe en la
numeración de las artes. Al fin y al cabo, todo ese conjunto de artes, para
poder sobrevivir, necesita el complemento de unas y otras. Una necesaria
interrelación.
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