miércoles, 25 de julio de 2012

Enterrando el fusil, aupando la fraternidad

Como todos sabemos, y deberíamos saber, en 1914 arrancó la primera de las dos grandes guerras que vestirían, sobretodo, la historia de la humanidad de un color sangre espeso. La Primera Guerra Mundial, conocida también como la Gran Guerra, fue una consecuencia directa de la lucha voraz en la que el colonialismo tenía sumergidas a las principales naciones europeas. Un más que endeble sistema de alianzas se activó de forma automática y, en breve, lo que inicialmente se conocía como un conflicto regional entre el Imperio Austro-húgaro y  Serbia, pasó a convertirse en un conflicto de ámbito internacional.

Fue una guerra cruel, mordaz y sádica. En general, como cualquier guerra entre humanos. Los ejércitos estaban principalmente compuestos por escuadrones y batallones de jóvenes entre 19 y 35, o incluso más, años. De hecho, en esta guerra luchó un joven aprendiz austriaco que, no me cabe la menor duda, tomó nota muy bien de cómo crear y propagar hasta la destrucción total una guerra. En efecto, me refiero al joven soldado Adolf Hitler, que por aquél entonces no legaba a la treintena de años.

Además de que era una guerra de jóvenes contra jóvenes, causó grandes daños en el paisaje y la geografía europea con todas las trincheras y campos de batalla que se crearon y se destruyeron y se volvieron a crear para volverse a destruir.

Esta guerra no debió gustarle mucho a los jóvenes soldados que participaron en ella porque, pese a haber comenzado en julio de 1914, en las festividades navideñas de diciembre del mismo año ya decidieron hacer un alto el fuego. Un hecho conmovedor y una muestra más de que el hombre, realmente, no tiene sed de sangre ni de venganza y no anhela otra cosa que los caminos de la paz. En cuanto percibe que está muy lejos de esos caminos y que se ha adentrado en tierra hostil desea y lucha con todas sus fuerzas para volver a la paz.
 
De esta manera, el 29 de diciembre se produjo un bonito y necesario alto el fuego, pese a no ser oficial para la burocracia, entre los frentes británico y alemán. Esto es lo que se conoce como la Tregua de Navidad. En ella, los alemanes cantaron su stille nacht (noche de paz) y los británicos los acompañaron con tradicionales villancicos de su nación. Posteriormente, los soldado abandonaron las trincheras, infestadas de infección y de todo tipo de condiciones insalubres, y se dispusieron juntos a leer algunos versos del exquisito Salmo 23 (El Señor es mi pastor, nada me faltará…). Incluso tuvieron tiempo, durante los escasos días que duró la tregua, de improvisar un pequeño campo de fútbol y jugar un partidillo. Se han encontrado algunos escritos y documentos en los que se afirma que el resultado fue de 3-2 favorable al conglomerado alemán.

Una bella y delicada forma de poder y saber ver el punto de luz en mitad del óvalo repleto de oscuridad. Y pese a que puede que muchos de los que leyeron y cantaron juntos, y también jugaron aquel partidillo con completa deportividad, se acabasen matando entre ellos al cabo de unos días, la fraternidad, el amor y la paz que compartieron y sintieron juntos en aquellos días no podrían ser sustituidos por otra cosa. Sus corazones resquebrajados fueron saneados y sus heridas limpiadas.


¿Quizás hoy en día nos resultaría necesario hacer una “Tregua de Navidad”?

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