Cuenta un viejo cuento que una vez
existió un verde y frondoso bosque donde el agua fluía con alegría y libertad,
los animales se paseaban con elegancia y pomposidad y las aves dejaban al vuelo
todo su esplendor y majestuosidad. En el bosque todo vivía en completa
fraternidad. Ningún ser molestaba a otro y no era necesario recurrir a la
cadena de alimentación para saciar el apetito, puesto que la madre naturaleza,
dueña y protectora del bosque, se encargaba de otorgar a cada inquilino lo
necesario para desarrollar su vida.
Los días pasaban con normalidad. Las
estaciones llegaban puntuales y se marchaban dejando su sitio a otra. El viento
no soplaba con violencia sino que dejaba caer su invisible estela para
acariciar el cabello de los animales y las aguas. La lluvia era bien recibida
por la tierra que saciaba su sed y el sol no tenía que pelearse con los
nubarrones para que le cediesen el turno.
Cierto día apareció un ser que jamás
había sido visto por el bosque ni por sus aledaños. Al principio los animales
pensaron que se trataba de un oso ya que se aguantaba sobre dos patas y sus
brazos quedaban colgando en el vacío. Pero luego repararon en el hecho de que,
a diferencia de los osos, este irreconocible ser solo tenía bello en lo alto de
su cráneo. Además (fijándose ya un poquito más) pudieron observar que sus
zarpas no eran largas y afiladas como las que viste un oso. Más bien eran de
una piel blanquecina que daba una cálida sensación de fragilidad. De su boca
tampoco salían largos colmillos. Algo no cuadraba. Aquel ser se movía como los
osos pero no era un oso. Los animales desde sus escondrijos observaron y
observaron el caminar de aquel misterioso ser a lo largo de su bosque.
Cuando la noche cayó y el cielo se
cubrió del luminoso manto de estrellas el ser detuvo su paso y de una gran
joroba que le colgaba de su espalda comenzó a sacar unos palos relucientes,
cuerdas y una superficie triangular de tela, tan grande como si se hubiesen
agrupado en ella todas las crisálidas del bosque. Nadie sabía qué era aquello y
qué haría con ello aquel extraño ser. Pero de pronto comenzó a construir como
una especie de nido gigante con forma cónica y con techo. Los palos relucientes
sujetaron la tela triangular de las crisálidas por el interior y las cuerdas,
que parecían diminutas lianas de color blanco, tensaron la tela por el exterior
hasta que esta quedó sujeta. El sinuoso ser introdujo su cuerpo en el interior
del nido y desapareció para toda la noche. Los animales y seres del bosque no
detuvieron ni un solo momento su exhaustiva vigilancia pero vencidos por el
sueño ya bien entrada la madrugada cayeron en sus respectivos lechos. La noche
pasó y, algo cansada, dio paso a un sol dispuesto a hacer su trabajo como
nunca. La incombustible luz de la mañana despertó todas las almas vivas de
aquel lugar.
La sorpresa fue estridente y
rocambolesca como nunca jamás se había visto en el bosque. El olor a madera
recién tallada deshaciéndose en ascuas y a carne fresca chamuscándose en las
mismas brasas era notorio y mareaba el sentido olfativo. Los animales,
asustadizos se apresuraron a ver que ocurría pero no encontraron nada. El
voluminoso nido de aquel extraño ser había desaparecido y ahora tan sólo su
joroba yacía inerte en el suelo. Pero siguieron la pista de los pasos de
aquellos irreconocibles pies y llegaron a una trágica y vomitiva visión. Aquel
ser había talado un árbol entero, un árbol que convivía en la fraternidad de
aquel bosque, y había hecho una enorme pila con todos los maderos que había
logrado sacar de él. Una incansable llama servía de corona a aquella pila de
maderos que se deshacía impetuosamente. Encima de este macabro sombrero de
llamas una larga vara, de nuevo reluciente y de un material que probablemente
no fuese madera, sujetado por el humano soportaba el peso de medio cuerpo de un
animal, un animalito que también convivía en la fraternidad de aquel bosque.
Las llamas devoraban su piel rápida y lentamente a la vez. Era un simple
conejito, de pelo grisáceo y alegre mirada. Ahora su pelo era negro. El negro
del fuego y sus brasas. Mientras tanto, aquel horrible ser dibujaba una
asquerosa mueca en su cara viendo aquel sádico espectáculo.
Rápidamente los representantes de
los animales de aquel increíble paraje se reunieron bajo el viejo cedro que
marca el centro del bosque para discutir que debían hacer. El representante de
los animales herbívoros sugirió que ellos se encargasen del problema de aquel
extraño ser. Que se encargarían de educarlo en la tradición herbívora y cultivarían sus enseñanzas en su corazón.
Los carnívoros sugirieron que ellos debían encargarse del asunto puesto que el
sujeto en cuestión había demostrado ser, arraigadamente, carnívoro. Los
perezosos prefirieron mantenerse al margen y dar su voto a la fuerza que más poder
consiguiese, ya que tenían ganas de marcharse a sus hogares a dormir y a no
hacer nada. Las aves, los más sabios de
entre todos los seres que habitan en el bosque, otorgaron parte de razón a
herbívoros y carnívoros pero concluyeron con que algo fallaba en sus
respectivos planes y no creían que se debiesen culminar. Los animales de campo,
en representación de toda la fauna menor y, también, de la flora, que veía sus
intereses gravemente dañados en el ataque que había sufrido su paisano árbol,
declaraban que la única solución a la incómoda visita que este extraño ser
causaba era la íntegra expulsión del bosque de forma indefinida.

Los animales estuvieron debatiendo a
lo largo de aquella noche que parecía no acabarse nunca. Pero al fin, comenzó a
vislumbrarse el sol en el matinal horizonte y el sabio consejo del bosque tuvo
que dictar un veredicto.
El veredicto final- declaro un viejo
búho imperial que presidía la sesión en la copa del viejo cedro- es la
expulsión de este horrible ser de nuestro amado bosque por siempre jamás,
precedida de un previo castigo de cincuenta azotes realizados por los
representantes de cada grupo de animales aquí, en el viejo cedro, esta tarde a
las siete.
Un estruendoso aplauso flageló el
silencio que imperaba en el bosque y rápidamente los animales se esparcieron
para ir a sus cuevas, nido y madrigueras a informar de lo hablado en la
asamblea. Después de esto, un comité formado por los animales más sigilosos,
rápidos, fuertes, grandes e inteligentes de todo el bosque, se puso en marcha
para capturar a aquel malvado convidado que permanecía tranquilamente en el
bosque. El comité estaba encabezado por la majestuosidad del búho que había
dictado la sentencia, seguido de la inamovible grandeza de un oso pardo, el
mortal y amenazador sigilo de una serpiente, la velocidad de un águila y la
terrible fuerza de un puma. Todos ellos, entonando un canto épico de victoria
se dirigieron al lugar en el que había sido visto por última vez el extraño
ser.
Cuando llegaron al lugar y lo localizaron,
el comité de los animales campeones contó hasta tres y se abalanzó con todo su
poderío sobre aquel ser, que ahora yacía tumbado en el suelo con una especie de
palito blanco en la boca y del cual salía humo. De hecho su tos le delató.
Aquel lamentable ser, en ver el poderío del rugido de aquel implacable grupo de
animales trató de salir corriendo pero cuando todavía no había dado un paso el
águila lo agarró con sus zarpas por el cuello y el puma se abalanzó sobre él
llevándoselo al suelo y dejándolo inmóvil. La serpiente se entrelazo en sus
manos impidiendo que las pudiese desatar y el oso, con un rugido, acabó de
asustarlo por completo para que no se atreviese ni siquiera a abrir la boca. No
hay mayor mordaza que el miedo. El búho, el más sabio de todos ellos, se
encargó de explicarle el porqué de aquella situación de una forma detallada y
extensa. De esta forma, el grupo de animales y el reo comenzaron el camino de
vuelta al viejo cedro para concluir con su cometido y el castigo esperado.
Pero en algún lugar del camino los
animales debieron olvidarse de mantener su apariencia de fieros y salvajes y
comenzaron a conversar los unos con los otros. El reo comenzó a percibir que en
los corazones de aquellos animales tan solo había dulzura y generosidad. Por
eso se atrevió a abrir la boca y pedir agua. Un poco más adelante del camino no
reparó en tratar de conseguir algo de comida a base de suplicas. Los animales
eran incapaces de negar ayudar a alguien.
Llegaron hasta tal punto que la
serpiente se desenlazó de entre sus manos permitiéndole que caminase que con
total desenvoltura. Y así animales y reo, reo y animales, comenzaron una larga
y profunda conversación llena de risas, chistes y otras anécdotas que elevaron
al reo de malvado a amigo.
El día iba avanzando al igual que el
camino y las siete de la tarde se iban a cercando cada vez más. Junto a ello,
el castigo y la sentencia también acechaban la mente del reo mientras éste
continuaba parloteando con sus nuevos amigos animales.
Entonces, de pronto, el reo reparó
en que debía hacer algo para evitar que el castigo se llevase a cabo. De esta
manera ideó una más que tentadora oferta para sus amigos animales. Cuando el
peso de sus pasos a lo largo del camino comenzaba a hacerse insostenible reparó
en que había llegado la hora de hacer aquella maravillosa oferta que había
maquinado.
-Un momento, por favor- susurro el
reo al resto del pelotón.
-¿Qué ocurre?- preguntó el búho con
una leve expresión de sorpresa.
-Tengo que deciros algo.
-Habla-atajó la serpiente.
La respiración del reo era cada vez
más fuerte dentro de su pecho y creía que no sería capaz. Entonces tomó una
gran bocanada de aire y vomitó:
-Os propongo una oferta. Si me
eximís de el castigo que me habéis impuesto y que merezco bajo todo pretexto
prometo trabajar para vosotros y construiros unos hogares mejores de los que
tenéis.
La tropa de animales se quedó
quieta, observando a aquél desconocido que quería hacer un pacto con ellos.
Hicieron un círculo, presidido, como siempre, por el gran búho, y comenzaron a
cuchichear a espaldas del reo que se había sentado, fatigado. Después de un
cuarto de hora aproximado todos los animales le miraron, se acercaron a él con
su terrible aspecto y dijeron:
-Aceptamos tu trato, con la
condición de que firmes un tratado conforme el cual te declaras a ti mismo como
ciudadano legítimo de este bosque y, por lo tanto, no se te permite arrebatar
la vida de cualquier otro animal, bajo pena de muerte.
El reo sonrió de oreja a oreja y
estrechó las zarpas, las alas y los cuerpos de los animales. Una vez hubieron
llegado al viejo cedro, el búho ocupó su lugar, como de costumbre, en la copa
de dicho árbol y declaró ante toda la fauna de aquel fantástico paraje el
acuerdo al que se había llegado con el reo. La cara de todos los animales fue
de sorpresa y estupefacción. Muchos lo veían como algo negativo ya que
únicamente saldrían beneficiados los animales del consejo y no creían en la
garantía de un ser que horas antes había aniquilado a un pobre conejito. El
búho, con el apoyo de sus camaradas del consejo, concluyó declarando como
oficial el Tratado del Viejo Cedro (nombre con el que se le bautizó) y todos
los animales huyeron a sus escondrijos repletos de indignación.
Los días fueron pasando y el reo
construyó para los animales del consejo y sus familias grandes viviendas como
la que el se había construido la primera noche en la que apareció por el
bosque. De esta forma cumplió su pacto en pocos meses, ya que había trabajado
muy duro, y ahora podía vivir en mitad del bosque como un ciudadano más debido
a los acuerdos firmados en el Tratado del Viejo Cedro.
Con el tiempo y a base de más pactos
con los miembros del consejo, consiguió que le concediesen licencias para cavar
en la tierra, ahuecar árboles y recolectar toda clase de frutas y plantas. Y
montó el primer negocio que existió en este bosque. Una frutería, muy mal vista
por todo el bosque pero con el consentimiento del consejo, intocable y eterno. La
frutería gozó de gran éxito por sus bajos precios y la calidad de sus
productos. Pero poca gente, a parte del consejo y sus familias, se acercaban a
comprar allí porque sabían que estaba prohibido cazar desde animales a frutas,
y el consejo lo estaba permitiendo.
Los animales del bosque fueron
enemistándose cada vez más con los miembros del consejo y pidieron una
renovación. Pero éstos, encabezados por el majestuoso y sabio búho imperial se
negaron y prohibieron cualquier tipo de votación y manifestación. Además,
sugirieron que copiasen la actitud con la que crecía y se desarrollaba el ex
reo.
Los animales de todo el bosque,
guiados por los representantes de cada grupo no callaron sino que se
manifestaron muy duramente contra aquel consejo que se había dejado corromper.
Pero el consejo no se quedó de brazos cruzados y creó un cuerpo de animales
“antimanifestaciones” con el objetivo de establecer una paz entre el pueblo y
suprimir por completo cualquier tipo de manifestación. El ser que un día fuese
reo, fue designado como líder de este nuevo cuerpo. Se mostró muy satisfecho
con su nuevo cometido.
Su primera y más severa acción fue
la de hacer desaparecer a los jefes de los respectivos grupos de animales. De
esta forma los herbívoros, los carnívoros, las aves, los animales de campo, los
animales de agua, etc., absolutamente todos quedaron sin líderes que les
guiasen hacia las manifestaciones. Y cuando alguno nuevo resurgía de entre los
demás también desaparecía. En un periodo de tres meses se calcula que hubo una
mil desapariciones, aproximadamente. El consejo del bosque se mostró
febrilmente contento con la labor de su nuevo comandante
“antimanifestaciones” y fue
concediéndole más privilegios.
Éste se aprovechó de ellos para
construir más tiendas a lo largo del bosque, comenzar a cazar y pescar animales
de toda clase, rompiendo así los acuerdos del Tratado del Viejo Cedro. El
pueblo de los animales fue haciéndose cada vez más pequeño en pos del consejo y
sus insaciables miembros, y la fraternidad inicial quedó enterrada por siempre
jamás.
En sus últimos días de vida, el búho
imperial convocó una especie de elecciones entre los distintos pueblos de
animales que configuraban el bosque para que escogiesen a su nuevo presidente
del consejo. El oso pardo era el miembro más apreciado por el pueblo, de los
que quedaban en el consejo, y se encargaba de llevar a cabo varios asuntos
sociales. Él nunca vio con buenos ojos lo que el consejo hacía y mucho menos lo
que aquel antiguo reo había llegado a conseguir. Pero siempre callaba y
otorgaba.
El bosque entero le quería como
nuevo presidente del consejo, porque sabían que podría cambiar las cosas y,
debido a que no acababa de cuajar con el ex reo, podría arrebatarle su poder.
Pero para sorpresa de todos las elecciones dieron como vencedor al antiguo reo.
¿Cómo podía ser si todo el bosque
había votado al oso pardo? Más tarde se descubriría que aquel ser sin
escrúpulos había manipulado las elecciones y había hecho votar a su favor a
todos los animalitos que previamente cazó e hizo desaparecer. Pero para
entonces ya era demasiado tarde.
Si todavía se podía guardar un leve
atisbo de esperanza en el bosque, pese a que las cosas habían cambiado mucho y
para mal, con la llegada de aquel ser al poder, esa pequeña esperanza quedaba
más que disuelta entre las aguas del río.
Rápidamente impuso este ser su
reinado de terror y todos los que no le eran favorables ni fieles desaparecían
o iban a para al fondo del escaparate de sus tiendas. Controlaba la economía y
el poder del bosque ¡Qué gran paradoja! Antes ni siquiera habían oído hablar de
economía en aquel preciado lugar. Cada vez los animales se encontraban más y
más sometidos.
Tenían derecho a votar, ya que aquel
horrible ser convocaba elecciones una vez al año. Pero estas siempre eran
manipuladas y siempre salía él como presidente electo. Los miembros de su
consejo y él vivían una vida basada en el lujo y la riqueza mientras que la
estabilidad y la fraternidad del el resto de familias iban desapareciendo a un
ritmo desenfrenado. Se les impuso un impuesto a pagar al consejo del bosque,
como compensación de todo cuanto hacían por el pueblo. Después vino otro
impuesto, y luego otro, y otro más, y así sucesivamente hasta que los animales
ya no sabían que impuesto era cada uno.
Además los miembros del consejo robaban a los pobres habitantes de sus
propias casas cuando se les antojaba y
siempre protagonizaban escándalos de corrupción con los diversos tenderos del
bosque.
Todo se había encarecido y la
belleza y la elegancia de aquel bosque que un día fue frondoso se perdió en el
color verde de las hojas de sus escasos árboles.
Y pese a que aquel ser y los
miembros del consejo fueron muriendo, sus descendientes, a cada cual más cruel,
fueron ocupando los cargos de sus ancestros y los animales de aquel bosque
nunca jamás volvieron a vivir como antes. Pasaron sus vidas en el sometimiento
de un trabajo cuyos beneficios iban destinados en su completa mayoría a un
consejo cuyos intereses vivían demasiado lejos del amor y el cuidado a su
pueblo.
Y de esta manera, un lugar que un
día fue imperturbable y cuyas leyes eran regidas por la propia sabiduría de la
naturaleza, se transformó en un lugar hostil, donde el agua se estanca hoy
convirtiéndose en una ciénaga putrefacta y maloliente y se respira un aire
cansado que emana de un cielo muy gris y
ya ni siquiera vive el viejo cedro para verlo.